miércoles, 2 de noviembre de 2011

MISERICORDIA SI, AMNESIA NO

Todos, o por lo menos todos los que yo he conocido en mi vida, han tenido peleas, discusiones y enfrentamientos que han provocado enojos, rupturas de matrimonios, familias y amistades. Esas grandes peleas muchas veces tienen que ver con problemas económicos, traiciones amorosas que desencadenan celos furibundos, diferencias de opinión, antagonismos políticos y posiciones extremas en ideologías de vida.
También hay tormentas de verano, naufragios en un vaso de agua, tonterías surtidas y peleas fomentadas por algunas copas de más en noches de Navidad, velorios, casamientos o cenas de egresados. Viejos rencores reflotan en esos reencuentros con personas que no vemos hace añares y que las nieblas de nuestra memoria han disfrazado de nostalgia piadosa, pero que, al volverlas a ver, pasado el primer saludo y los primeros: ¿Te acordás?, fermentados en brindis abundantes resurgen las viejas diferencias. Primero lo pensamos y luego la incorrección política nos desborda y ya sin freno verbalizamos aquello de: ¡Seguís siendo el mismo alcahuete de siempre, mal intencionado, resentido y envidioso! Y se arma la gorda. Pasada la bronca y evaporados los vahos etílicos, nos preguntamos: ¿Era necesario? ¿Hice bien en revolver basura antigua? Y sólo nuestra honestidad brutal podrá contestar esas dudas. Hay cosas que duelen en lo más hondo aunque con el correr del tiempo parezcan baladíes; el contexto puede cambiar, pero las traiciones, las puñaladas traperas y las decepciones de nuestra adolescencia y juventud son heridas que muchas veces no se pueden superar. Y cuando alguien nos ha ofendido, ninguneado, despreciado y perjudicado, aunque nada de eso nos haya impedido desarrollarnos y cumplir con nuestros objetivos, igual nos siguen molestando en el recuerdo y nuestra capacidad de perdón no alcanza para borrar aquellos desconsuelos.
Por supuesto uno no puede ni debe vivir atado a las amarguras del ayer, pero sí puede recordar el qué, el cómo y el quién o quiénes. Muchas veces ocurre que al volver a ver a ciertas personas nos viene a la memoria un sentimiento de rechazo y nos preguntamos: ¿Por qué me distancié de éste? Hurgamos y revolvemos nuestro cerebro y no podemos recordar precisiones: ¿Qué me pasó con este tipo? ¿En qué me perjudicó? Y no hay caso, no sabemos qué pasó, pero si sabemos que algo malo nos hizo, entonces archivamos esa sensación y nos decimos: Si no me acuerdo, debe de haber sido una estupidez. Es que a medida que pasan los años los datos superfluos se van borrando y quedan las cosas importantes, lo que para cada uno de nosotros significa vivir, existir y ser felices.
Por eso resulta imposible olvidar lo que destruyó nuestra existencia; por eso junto a la superación de pasados terribles llenos de injusticia, miedo y angustia debe estar atenta la memoria, como un perro fiel y guardián que nos advierta para que no vuelvan a pasar los sucesos que nos llevaron al desastre. Es imprescindible no resignarse a la injusticia, a la arbitrariedad, a la calumnia y a la mentira.
Siempre pueden volver a engañarnos, pero que al menos no sea el mismo engaño, la misma piedra que nos hizo tropezar y el mismo resorte enfermo que activamos como una especie de reflejo condicionado cada vez que la vida nos pone a prueba. No es rencor, es memoria; y no es venganza, es coherencia.
Para ser plenamente felices tenemos que saber perdonar lo perdonable (y cada uno sabrá qué es exactamente) y recordar lo que no se perdona, lo que nos llenó de dolor y de frustración (y cada uno también sabrá de qué se trata).
Errar es humano y perdonar es divino, pero como no somos dioses y sí somos humanos, erraremos más de lo que podríamos perdonar. Misericordia, sí; amnesia sentimental, jamás.

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