Dirán que me insolé en mis breves vacaciones poselectorales, que los casi doce millones de votos me han impresionado mucho o que intento acomodarme de manera oportunista a los tiempos hegemónicos que vienen, pero la verdad es que pienso, sin ironías ni apasionamientos, que Cristina Fernández de Kirchner ha leído correctamente la realidad y que ha decidido operar sobre ella de inmediato y sin prejuicios.
Hay que tener en cuenta que el kirchnerismo congeló la escena durante casi ocho meses de cinematográfica campaña política, batiendo el parche acerca de lo perfecto e irreversible del modelo, y que sus exégetas pasaban por alto las enormes goteras del techo económico que tenía la casita nacional y popular. Como en ese mundo sólo una persona tiene las respuestas para todas las preguntas, hace tres semanas únicamente había un enigma: qué haría la Presidenta con este triunfo y con cuatro años más de poder absoluto por delante. ¿Continuaría con las políticas de siempre, profundizaría sus aspectos más radicales o metería en boxes el auto peronista? Como las críticas de la prensa y de la oposición le resbalan al oficialismo y había una práctica preelectoral completamente negacionista, aquí no pasaba nada. Y, por lo tanto, poco había que hacer, salvo seguir apretando el acelerador a fondo en la misma dirección y por la misma carretera.
Cristina no cayó en esa tentación, ni se refugió en una burbuja de egolatría después del escrutinio. No hizo la plancha, ni convalidó la fiesta, ni fue condescendiente con su propia obra; rápidamente comenzó a tomar decisiones. La primera fue pedir medidas técnicas concretas para obturar la salida de divisas. Es probable que los mecanismos elegidos no resulten efectivos y hasta provoquen un efecto búmeran, pero el reconocimiento de esa zona de conflicto tiene mérito. Lo mismo podría decirse de la perentoria idea de ir desarmando la maraña de subsidios, que distorsionan la economía y son una verdadera bomba de tiempo inflacionaria. Una vez más: quizá quienes ejecuten su plan no lo hagan bien y el remedio sea peor que la enfermedad, pero no cabe duda de que Cristina acertó en el blanco.
En esos días vi por televisión cómo enviaba trescientos gendarmes a disolver pacífica pero firmemente a un grupo minúsculo de sindicalistas que cortaban la Riccheri y provocaban gran malestar. Cristina reivindicó esa operación, que no dejó ni heridos ni contusos, en una implícita admisión de la enorme fatiga social que producen los arbitrarios bloqueos de calles, avenidas y rutas por parte de grupúsculos sectoriales. Sus críticos relativizaron la importancia del acto, arguyendo que la orden había sido impartida contra un enemigo político: Gerónimo "el Momo" Venegas, líder de las 62 Organizaciones y aliado de Eduardo Duhalde. Sin embargo, la jactancia pública desde el atril fue un mensaje que Cristina envió a propios y a extraños.
Luego la Presidenta resolvió reparar la relación con los Estados Unidos , un hecho importante en medio de la tormenta económica internacional que todos, incluida la Argentina, deberemos atravesar. Podría decirse que ese vínculo es precario y falso puesto que cuestiones ideológicas lo terminarán desgastando, pero lo cierto es que hoy está en pie y tiene plena efectividad. Cristina no parece estar moviéndose con ideologías sino con realismo puro, siguiendo el manual del peronismo más pragmático. No se trata de un giro a la derecha, sino de una cirugía necesaria que está más allá de cualquier postura política. El agua hierve a los cien grados, y ese dato no es subjetivo, ni involucra cuestiones de derechas o izquierdas.
Insisto, para no caer en ingenuidades: el diagnóstico es preciso, aunque las medicinas resulten provisoriamente dudosas y de pronóstico incierto. Y lo curioso es que sus opositores no lo reconozcan y que sus adherentes, salvo algunas excepciones, mantengan un desganado silencio. A los primeros sería interesante precisarles que no se puede reclamar continuamente políticas de Estado, y luego no apoyarlas en público cuando la Casa Rosada las aplica. A los segundos, me gustaría recordarles que hasta hace apenas un mes a quienes señalaban que había problemas con la fuga de dólares les decían que trabajaban para las corporaciones y la patria financiera. A quienes advertían sobre los peligros del subsidio desorbitado y la inflación creciente se los difamaba como "neoliberales". A quienes pedían que se terminara con la anarquía frívola en calles y rutas se los acusaba de querer "criminalizar la protesta". Y a quienes solicitaban normalizar las relaciones internacionales con la principal potencia del mundo los tachaban de "cipayos".
En presencia de este valioso ataque de sensatez, que no necesariamente significa deponer ideales, siento que está en juego la posibilidad de comprobar si el kirchnerismo, ahora que tiene todo el poder a su disposición, puede practicarse sin la creación perpetua de enemigos apocalípticos y fantasmales, y sin la cultura del hostigamiento cotidiano.
El experimento puede resultar fascinante o estrellarse contra la propia naturaleza del movimiento nacional y popular. El miedo no es sonso, y es evidente que Cristina Kirchner cierra frentes para cruzar huracanes. Pero esa necesidad podría transformarse en virtud y ser entendida como una señal democrática, como un intento de terminar con la excepcionalidad de estos años ardorosos para entrar en la regularidad de un país normal.
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