El proceso eleccionario del domingo 14 en
Venezuela, puede ser un espejo de la Argentina. Si insistimos en transitar el camino
del cesarismo del nuevo mundo, como lo llamó Alberdi, esos comicios desnudaron
la fragilidad de esta clase de regímenes. Ante la intoxicación de personalismo,
antes y después de la muerte del líder carismático, la sucesión presidencial se
atasca, las sociedades se polarizan
con violencia y la gobernabilidad se derrumba en la crisis. De nada vale la
manipulación funeraria obscena: en estos regímenes, los procesos electorales,
de cuya normalidad depende la legitimidad de la democracia, se convierten en
feroz campo de batalla.
Sin embargo, en la
experiencia venezolana hubo un resorte que muy pronto se puso a punto y gracias
al cual Chávez sobresalió durante una larga década. La constitución
"bolivariana" y reeleccionista –ferozmente manipulada e
“interpretada”- respaldó a ese principado popular, encarnado en su presidente/comandante,
y aseguró su imperio sobre dos clases de poderes. Chávez dominó sobre la
división formal de poderes del orden republicano y sobre la constelación de
poderes sociales: los medios de comunicación, los sindicatos, las
organizaciones empresariales, las asociaciones de la sociedad civil.
En una lectura macro,
ése es el formato de un régimen que sueña con reducir todos los poderes a la
unidad del Estado y que, ahora, encuentra fuertes resistencias mientras busca
retener el generoso apoyo electoral de antaño. Roto ese circuito de confianza,
o seriamente atenuado, comienza el crepúsculo caótico de una época.
Es este el espejo que
también sirve de preámbulo al debate que en estos días nos envuelve. Tres datos
lo conforman: la arremetida sobre la Justicia y la división de poderes; las restricciones
constitucionales que acaban de aplicarse a la ley de medios y, en general, el
problema de fondo que aqueja al oficialismo. La cuestión se explica por el
hecho de que el kirchnerismo carece en la actualidad de dos instrumentos
estratégicos para extender en un tiempo prolongado su voluntad hegemónica. Al
primero lo anuló inesperadamente el fallecimiento de Néstor Kirchner. Se
desmoronó así el original montaje de una sucesión “natural” de carácter
matrimonial. El segundo instrumento exigía tocar de entrada la Constitución vigente,
cosa que no ocurrió.
A lo que se sumó la
renovación de la Corte
Suprema de Justicia. ¿Por qué el matrimonio gobernante usó un
expediente republicano cuando en Santa Cruz había hecho lo contrario? Pregunta
de difícil respuesta. Lo cierto es que ese resguardo sigue funcionando, con la
complicación adicional, para el Gobierno, de que la reforma constitucional que
habilitaría la reelección indefinida del presidente no ha tenido por ahora
lugar en ausencia de los votos necesarios en el Congreso.
Si comparamos la
estrategia de Chávez -que introdujo de entrada la reforma de la Constitución- con lo
que ocurre entre nosotros, las diferencias son enormes. La Constitución no se ha
reformado y, si el oficialismo se empeña en este cometido, lo hace cuando la
experiencia inaugurada en 2003 se interna en un contexto económico desfavorable
y amplios sectores de la sociedad se movilizan en su contra. Un camino tapizado
de piedras hostiles.
De allí se desprende
que, sobre la intención del Poder Ejecutivo que pergeña las leyes, planea el
desconcierto y después la desesperación. Al intentar doblegar a la prensa
independiente mediante la ley de medios, el oficialismo no atendió a la
circunstancia de que las partes afectadas recurrirían al amparo judicial por la
presunta inconstitucionalidad de algunos de sus artículos. En su totalidad,
dicha ley está en veremos, una Cámara de Apelaciones ha declarado la
inconstitucionalidad de dos de sus artículos y la Corte Suprema será
la que, en definitiva, decida.
Al mismo tiempo, si
bien las leyes de la reforma judicial tienen los objetivos de atacar con
rapidez las restricciones judiciales impuestas a la ley de medios mediante
resoluciones cautelares, de asegurarse el control del Consejo de la Magistratura y de
someter al Poder Judicial mediante una politización extrema, parece ignorarse
que, de nuevo, podrían ponerse en marcha los mismos mecanismos luego de su
aprobación por el Congreso.
Ambos, el Gobierno y
el país están atrapados en una doble encerrona. Por un lado, el Gobierno busca
doblegar los restos republicanos aún vivientes en el país. Como decíamos en
2006, en lugar de una democracia republicana quieren levantar una democracia
dependiente de la hegemonía presidencial. Por otro lado, ese designio cesarista
choca con obstáculos. Los gobernantes quieren y no pueden: les sobra apetito y
les faltan dientes para engullir la conspiración de sus odiadas corporaciones.
Ninguna nimiedad son los
nudos que están atando esta última encerrona. Con tropiezos, los partidos de
oposición se desperezan; aunque oxidado, el engranaje republicano traba y
resiste los embates por la vía judicial; el periodismo de investigación revela
la cadena de corrupción e impunidad que anida en el Gobierno; el sindicato del
Poder Judicial, en huelga hace unos días, añade a la Justicia el apoyo de una
fuerza social junto con la CGT
opositora; por fin, las redes sociales, multitudinarias, ganan otra vez la
calle, como aconteció el jueves pasado.
Para colmo y por el
mismo precio, surgen divisiones en la coalición que sustenta al Ejecutivo. El
escenario no deja de ser paradójico. Sigue creciendo el temor que despierta un
rumbo que podría desembocar en un totalitarismo vernáculo y estallan querellas
en torno al significado de los conceptos políticos. Estas pasiones encontradas
reproducen la imagen, con raíces en la realidad, de un poder presidencial que
demuele los pesos y contrapesos de la Constitución.
Armada por el conjunto
de acciones y restricciones que señalamos, la otra encerrona coloca al Gobierno
en la posición de un felino acosado que lanza zarpazos sin cesar. La diferencia
obvia es que esos perros de presa han sido fabricados por la ceguera del
oficialismo y el carácter rústico de sus decisiones, por la impunidad reinante
y por su complacencia, hasta nuevo aviso, en la dialéctica amigo-enemigo.
La encrucijada de este
año de elecciones de la cual se desprenden varias trayectorias no es menor. Sin
embargo hay una más urgente. Primero, habrá que ver si mañana la Cámara de Diputados,
rodeada por una movilización en la plaza del Congreso, podrá mantener la férrea
mayoría de las últimas votaciones para aprobar las leyes más importantes de la
reforma judicial. Segundo, si esta hipótesis no se diera, es posible que se
reclame en sede judicial, por la vía del amparo, la inconstitucionalidad de
algunas de ellas. Si ello ocurriese, el Gobierno invocará el perfil
contramayoritario de la
Justicia (a sus ojos, una oligarquía congelada), olvidando
adrede que el apoyo a una Justicia independiente goza, como se verificó en la
noche del jueves, de un franco aliento popular.
Veremos, por tanto,
cuál de las dos encerronas terminará prevaleciendo: si la de la hegemonía que
conquista más parcelas de poder o la del oficialismo que se empantana. En todo
caso, atmósfera pesada con el riesgo, siempre en acecho, de la metástasis
institucional.
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