Es sabido que nuestro decaimiento o nuestra
fuerza –según sea- se albergan en el corazón mismo del lenguaje que empleamos.
Desde los conceptos que emitimos podemos alejarnos, dividirnos,
desnaturalizarnos o acercarnos y hacernos más humanos. Atrapados en la misma
red de las palabras y agobiados por el abuso de las mismas, a veces no logramos
percibir la realidad y sólo usamos el lenguaje para legitimarnos en nuestras
posturas políticas o religiosas. En estos tiempos sobreabunda la continua
referencia, incluso en el ámbito político, al amor, a la fe, a la esperanza, a
la reconciliación, pero me pregunto si las palabras que usamos verdaderamente
expresan el sentido que en la práctica les otorgamos.
El uso que le damos a las palabras es más que un
simple ejercicio de gramática, pues ellas son como las notas musicales en las
que componemos nuestras grandes partituras. Sólo recuperando el dominio del
contenido de las palabras lograremos comprender nuestra propia naturaleza y
saber que no somos impotentes frente a la realidad. Por ello, quiero detenerme
en el vocablo esperanza, pues tenemos una comprensión en un sentido muy amplio
de la fe y existe una implicación muy íntima entre la fe, y la esperanza.
No descubro nada si digo que vivimos arrastrados
por el ritmo ciego de la historia, arrojados a las fuerzas invisibles del
destino que nos ha tocado vivir y de los acontecimientos históricos que más nos
afectan, y a veces podemos tener la sensación de vivir sin esperanza. Pero interiormente
sabemos que es ella la única que nos arranca del ritmo de los hechos cotidianos
y nos otorga densidad humana.
La esperanza en sí misma está conformada por esperas, pero éstas
no son ella. La esperanza es mucho más que la realización o el fracaso de lo
que esperábamos. Identificar nuestras esperas con la esperanza en el caso de la
no realización de lo que esperábamos nos lleva a la indolencia, a la
resignación o a la fuga de la realidad; también puede conducirnos al
conformismo o al triunfalismo. La exaltación e identificación de la realización
de lo esperado con la esperanza opaca de igual forma la realidad de la
esperanza.
La esperanza es una espera vívida, que despierta
todos los sentidos con la finalidad de alcanzar lo que se aguarda, en la medida
en que esta posibilidad se presenta sin reducirse a ello. La esperanza nos
aporta una capacidad y una sabiduría transformadoras y de ese modo es posible
ver no solamente nuestra realidad cómo es, sino también cómo puede llegar a ser
o cómo puede transformarse. Por ello es que implica la responsabilidad, aviva
la participación, nos regresa a nuestra propia naturaleza humana y se opone al
triunfalismo que se supedita a la conquista o se agota en la realización de lo
esperado.
La verdadera esperanza asume la desesperanza,
eliminando su valor negativo de apatía y resignación. La esperanza como una
dimensión de sentido es capaz de abrirse paso en medio de momentos y
sensaciones que nos son profundamente negativas, abismos aciagos, caminos
inciertos, y túneles iniluminados.
En estos días de noticias insalubres, de
eventos difíciles de concebir, de decepciones desangrantes en lo social, es
cuando la esperanza nos abre los brazos para que, desde lo personal, podamos
construir una inmensa red de contención que nos permita ver la luz que siempre
está al final de todo túnel.
Como todo, es una cuestión de actitud. Y es lo
que nos diferencia a los humanos… de los otros humanos.
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