jueves, 4 de abril de 2013

Lo que hay que leer después que baje el agua


Por Ariel Torres

No hay aún una cifra final de víctimas mortales de las recientes inundaciones y ya nos estamos tirando responsabilidades de un lado a otro por la cabeza. Mauricio Macri le echa la culpa al cambio climàtico y -obvio- al Gobierno, que no lo autorizó a endeudarse con los organismos de crédito multilaterales. El impresentable De Vido acusa -cuándo no- acusa al jefe de gobierno porteño por el estado calamitoso del sistema pluvial de la ciudad (que -claro- contrasta con la fabulosa mejora de la red ferroviaria). Los que chicaneaban al Pro desde La Plata ahora se preocupan, mientras en la Capital algunos respiran aliviados viendo las tremendas escenas platenses.
Macri, Scioli y también a CFK los tapó el agua. No existe explicación política ni de sentido común que les quite parte de la responsabilidad que tienen sobre las consecuencias de las inundaciones en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Es verdad que la enorme cantidad de agua caída en la ciudad, una parte del conurbano bonaerense y La Plata registró cifras inéditas, pero el dato más importante es que puso al descubierto las miserias políticas de casi todos.
Con cada tragedia olvidamos la anterior y sólo atinamos a deslindar responsabilidades, endilgándoselas a otro, o a aprovechar políticamente el momento para sobresalir a fuerza de hundir al adversario. Y no es esa la única reacción lamentable. Seguimos careciendo de capacidad para mirar todas las pérdidas que generan estas catástrofes de una manera más amplia.
Allá no tan lejos, y no hace tanto tiempo, con la tragedia de Once hubo una columna titulada en el diario La Nación titulada: "Los muertos de la mala política". La misma sostenía que "los motivos que hoy nos enlutan no son muy distintos de los que han causado otros episodios: una fenomenal desidia estatal que se viene acumulando desde hace mucho tiempo". Ahí están, para atestiguarlo, los fallecidos por: el choque de trenes de Once, la bengala de Cromagnón, el accidente de los chicos del colegio Ecos, los aludes de Tartagal, los derrumbes en la Capital, el conflicto del Parque Indoamericano, el asesinato de Mariano Ferreyra, Kosteki y Santillán, más todos los que perdieron y siguen perdiendo su vida anónimamente en accidentes de tránsito o como víctimas de la inseguridad.
Lo mínimo que hay que ver en todo esto, es un problema sistémico. Éstos y otros eventos que lucen inconexos están, en rigor, mucho más vinculados de lo que surge a primera vista. Por ejemplo, la falta de financiamiento barato para nuestro país atenta contra la realización de obras de magnitud. Hoy hay vecinos de la región que obtienen fondos del exterior a una quinta parte del costo que debe abonar la Argentina y hasta logran endeudarse en sus propias monedas. En nuestro caso mandan las dudas, que no sólo son externas sino también internas (o algún argentino se anima a pronosticar a cuántos pesos cotizará un dólar en cinco años?). Esa incertidumbre es, a su vez, consecuencia de apelar de manera recurrente a políticas económicas insostenibles que generan efectos tales como inflación alta e imprevisible, cepos cambiarios intolerables o mega-devaluaciones.
No vengo a golpearme el pecho como mucho y decir que la culpa de las inundaciones la tiene el aumento de precios porque no permite acceder a préstamos razonables. De hecho, en estos años de bonanza se han incrementado tanto los recursos que, si no se hubieran dilapidado, probablemente no haría falta siquiera endeudarse para hacer grandes obras. En la actualidad el presupuesto por habitante del que dispone el Gobierno es dos veces y media más alto en términos reales que en 2003. Pero si ni siquiera podemos aprovechar las épocas más favorables, es natural concluir que hechos tan tristes como los de estos días no son ni serán aislados sino más bien episodios recurrentes.
He aquí una verdad de perogrullo: durante mucho tiempo la degradación argentina pudo esconderse en aquello que fue construído previamente. El buen diseño original de nuestras instituciones enmascaraba su mala utilización. La educación y la salud públicas mantenían la ficción de la cohesión y la ausencia de conflictos sociales. La tradición empresaria argentina le permitía sobrevivir y emprender aún en contextos adversos. Los vetustos sistemas de transporte y la explosión de la red de telecomunicaciones mantenían relativamente interconectada nuestra extensa geografía. Hoy gran parte de ese stock de capital se ha consumido y ya no alcanza para amortiguar el golpe de cada nuevo escalón que descendemos.
Nuestro sistema político, que también se fue descomponiendo durante ese largo proceso de deterioro, no está constituido ya por partidos sino individuos, no usa ideas sino eslóganes, no tiene planes sino tácticas. La democracia, que tanto nos costó recuperar, no parece estar funcionando como un mecanismo que nos habilite a enfrentar nuevos desafíos de manera conjunta y hallar sus soluciones. Nuestra sociedad ya no encuentra cómo resolver problemas antiguos, acá reiterados pero superados en muchas otras naciones. Creo indudablemente que eso es lo que primero que hay que arreglar una vez que haya bajado el agua.
Habrá un antes y un después en el humor social de los porteños y los bonaerenses cuando terminen de procesar lo que acaba de suceder en las últimas horas. Recuerdo, en diciembre de 2010, cuando unas mil familias ocuparon el parque Indoamericano en reclamo de viviendas. El enfrentamiento entre los okupas y los vecinos de Villa Soldati y Villa Lugano dejó un saldo de tres muertos. El gobierno nacional y el de la ciudad se echaban la culpa entre sí. La Presidenta no quería enviar a la Policía Federal y Macri aducía no contar con la fuerza de seguridad mínima como para enfrentar la situación. Ambos terminaron siendo castigados por la mayoría de los consultados. El pedido más insistente era que dejaran de sacar ventaja política en el medio de los hechos de violencia. Menos de un año después, ambos ganaron las elecciones, pero eso no significa que un buen día el hartazgo acumulado los coloque fuera de la carrera del poder. En los últimos tres días murieron y sufrieron demasiados argentinos. Los suficientes como para que la jefa de Estado, Macri y Scioli dejen de pensar, por un momento, en su propio futuro político y se pongan a trabajar juntos, ahora mismo.
Hay una proclama del ácido Dr. House, que dice que toda muerte es indigna. Para aquellos a quienes les toca sufrir la pérdida de un ser querido toda muerte es también en vano, salvo que sea para salvar vidas más preciadas. Me obligo a creer que esta ridícula, inútil y evitable tragedia sirva para disparar reflexiones más profundas acerca del lugar donde poco a poco nos hemos ido quedando atrapados. 
Tenemos que ser capaces de construir algo nuevo. De crear un futuro distinto. Entre todos. Para todos. 


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