Quiso la causalidad que después de las trágicas inundaciones ocurridas
los primeros días de abril en Buenos Aires, alguien me acercó un libro que
hacía rato quería leer: Un
paraíso construido en el infierno: las comunidades extraordinarias que surgen en los desastres, escrito
por la periodista norteamericana Rebecca Solnit. Premiado como uno de los
mejores libros de 2010, estudia las reacciones de las sociedades ante desastres
naturales llegando a la conclusión de que todas tienen algo en común: producen
comunidades, pequeños paraísos donde la gente, de forma espontánea y autónoma,
genera cadenas de solidaridad y ayuda a los demás.
Al
entender de la escritora, en estas situaciones tan complejas y adversas los
vecinos se convierten en amigos, casi familiares, y la ausencia de gobierno o
de una respuesta estatal ante el desastre no conlleva un estado de anarquía y
de guerra sino que da lugar a la cooperación. Esa que surge natural y
espontáneamente. La respuesta ante el desastre no es organizada de arriba hacia
abajo sino que surge de las iniciativas de la sociedad civil, donde ciudadanos
comunes logran estar a la altura de las circunstancias. La alienación social se desvanece horizontalmente ante la reacción
solidaria.
El argumento
en sí mismo tiene enormes implicancias ya que obliga a repensar la naturaleza
humana. En el fondo, la periodista pone en duda la teoría hobbesiana según la
cual el ser humano es intrínsecamente egoísta. En aquella visión apocalíptica,
ante la ausencia de un gobierno que establezca el orden, el hombre terminaría
en una guerra de todos contra todos. Pero la investigación asoma una luz sobre
las comunidades de solidaridad que surgen del desastre, ya que sugieren que -al
igual que las máquinas- éstas restablecen su configuración original después de
un corte de energía, los seres humanos se vuelven a algo altruista,
comunitario, ingenioso e imaginativo después de un desastre, que volvemos a algo que ya sabemos hacer.
Si nos
atenemos a los hechos que siguieron a la terrible inundación, éstos parecen
corroborar sus conclusiones. Los medios recogieron numerosos relatos, y yo
escuché algunos personalmente, de gente que puso en riesgo sus vidas para
salvar a otros, que abrieron sus hogares para albergar a desconocidos, que
compartieron comida cuando no alcanzaba ni para ellos. La ayuda, además, no
tardó en aparecer: cientos de personas fueron a supermercados a comprar
alimentos u otros productos de primera necesidad y los llevaron a distintos
puntos encargados de recolectarlos y transportarlos. Cientos de voluntarios
ayudaron a clasificar y ordenar estas donaciones, aparecieron camiones y
choferes que se ofrecieron a llevarlas a donde hicieran falta, se organizaron
recitales y jornadas de teatro a beneficio de los afectados, y más. Todo en menos de tres días y sin una
directiva oficial.
Tamaña
demostración nos demuestra que, a pesar de una década de política entendida y
pregonada como conflicto y división, hay otro país latente. Un país en el que las personas se ayudan entre
sí, donde los valores de la solidaridad y del amor al prójimo están en el
centro de la escena. Este país opera con valores radicalmente contrapuestos
a la mezquindad habitual de muchos políticos y funcionarios. En una de sus
apariciones en la ciudad de La
Plata , CFK manifestó que "la patria es el otro". Es
una hermosa frase, oportunamente utilizada, pero que no demuestra la capacidad
de este gobierno para utilizar ese sentimiento como base de construcción
política y proyecto de país de ahora en más.
Ni
mucho menos. Los acontecimientos demostraron que la posibilidad del paraíso está dentro de nosotros como capacidad
natural. El desafío es no esperar al desastre sino hacer del paraíso una
realidad en tiempos normales.
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