Aunque nunca me fue posible confirmar la cita, se le atribuye a Borges haber señalado que el rasgo de familia de los peronistas no es la moralidad, precisamente. "Los peronistas -habría dicho el gran escritor- no son ni buenos ni malos... son incorregible". Definición ingeniosa, sin duda, pero no por ello inútil. Ser incorregible significa no poder ser distinto de lo que se es, ser incapaz de modificar los rasgos centrales de una identidad. Por lo tanto, es afirmar que los peronistas son idénticos a sí mismos o, de otro modo, que "son lo que son". Lejos de ser peyorativa o tautológica, esa definición ayuda a comprender la persistencia de una identidad que ha sido protagonista de la política argentina durante casi siete décadas. Persistencia misteriosa: a lo largo de esos setenta años sólo ha permanecido constante, en el peronismo, el hecho de que quienes lo han ido configurando dicen de sí mismos que son peronistas.
Se ha dicho alguna vez que el peronismo es todo y, por ello mismo, es nada. Lo ha sido todo: laborista y conservador, católico e incendiario de iglesias, confrontativo y negociador, violento y amable, desarrollista y neoliberal, solidario y predador. Incluso ha sido de izquierda y de derecha. Ha sido -es- tantas cosas que no es, de hecho, ninguna de ellas. Ya ni los peronistas se ocupan de intentar explicarlo.
De todos modos, los individuos siempre vienen provistos de una identidad. La sociología, la filosofía, la psicología y la ciencia política han desarrollado poderosas teorías para explicar qué es la identidad individual y colectiva, cómo se construye, en qué beneficia y en qué daña al individuo y al grupo. Las identidades son múltiples y variadas: es posible ser a un tiempo peronista, ingeniero, seguidor de Boca, homosexual y católico. Desde el punto de vista político, el principal factor para configurar la identidad era -según el amigo Marx- la pertenencia de clase. Aunque el tiempo mostró que esa perspectiva dejaba de lado demasiados elementos igualmente importantes, como las ideas, los valores y la cultura, Marx estaba fundamentalmente en lo cierto al colocar las ocupaciones de los individuos como el elemento central en la configuración de la identidad de las personas y de los grupos. Más próximo a nosotros, se demostró de qué manera las redes ocupacionales, pero también las sociales, generan nuestro hábitos, es decir el conjunto de prácticas y actitudes con que nos desenvolvemos y con el que interpretamos el mundo.
En el mismo sentido, el peronismo creó en su momento ese hábito y, gracias a eso, fue algo. Algo impreciso, contradictorio, de límites difuminados bajo la luz de brumosas ideas, alimentado por tradiciones ideológicas diversas y aluvionales, pero fue algo: fue la identidad de los trabajadores, de los subalternos; a la vez identidad de clase y conjunto de prácticas y actitudes de quienes, a mediados del siglo pasado, fueron admitidos en la sociedad. Pero de todo aquello, hoy sólo queda una afirmación identitaria vaciada de sentido. El gesto de pertenencia al grupo o, quizá peor, el recurso para la exclusión de quien no es parte de los propios. A la vez que la identidad, la diferencia.
Casi un letargo el viaje del peronismo hacia su actual realidad de indefinición ideológica, ausencia de programa político e indiferencia contractual con sus votantes ha exigido de sus líderes que sostengan encendida la antorcha de las creencias que configuran esa identidad cuyo rostro es cada vez más difuso. El combustible son los mitos y las mistificaciones: no la capacidad de convocar en torno de un programa, sino la necesidad de hacerlo en torno de hechos o figuras del pasado que susciten suficiente emoción y empatía para recrear la identidad del grupo y darle una cohesión que no encuentra en el presente ni puede proyectar hacia el futuro. Como es usual, iluminar es también oscurecer: mostrar algo es hacer que otra cosa no sea vista, que aquello que queda fuera del haz de luz permanezca oculto. El retrato de Eva Perón, exhibido en lo alto de la principal avenida de la ciudad de Buenos Aires, reproducido infinitamente detrás de cada discurso que emite el poder, no sólo quiere delimitar el espacio de la pertenencia; quiere también señalar que algunos son parte y otros son ajenos, y quiere también dejar en sombras lo que el poder no quiere que se vea. El simulacro, rasgo distintivo del Gobierno, es la contracara del disimulo.
Paradójicamente, es posible decir que la simulación consiste en fingir que se es lo que no se es, y el disimulo, en fingir que no se tiene lo que se tiene, o que no se intenta lo que se intenta. El Gobierno simula y disimula. Simula a través de la mistificación del pasado para conservar vivo un espacio de identidad colectiva. Disimula sus intenciones y su naturaleza. Su naturaleza es la de la indiferencia, no sólo respecto de aquella identidad, del viejo hábito peronista que invoca como su propio origen, sino también la de la incapacidad, la de la imposibilidad de atender con una mínima solvencia sus obligaciones y sus compromisos. Sus intenciones -es razonable que las disimule- no son otras que conservar el poder y aumentar su riqueza.
Y he aquí la combinación más peligrosa: la falta de programa y el exceso de ambición. Es para ocultarla que el Gobierno proyecta su antorcha sobre un pasado mistificado, al que alimenta con una narrativa escandida de imposturas. Una narrativa que, sin embargo, está en disputa: por ella se pelean muchos de quienes reclaman para sí la titularidad de los mitos fundadores de la identidad peronista. Dirimida entre facciones que reivindican un mismo origen mitológico, y por tanto un origen antes emotivo que ideológico, la política argentina actual no se resuelve en las discusiones sobre los futuros deseables y posibles sino en las versiones del pasado que cada grupo reivindica como la fundación mítica sobre la que legitimar su presente, para sostener una identidad que se disgrega.
Aunque sabemos hoy adónde condujeron las grandes utopías del siglo XX y sabemos también cómo concluyeron las pequeñas utopías argentinas, las ideas acerca de un futuro distinto del presente y de la necesaria crítica de la propia sociedad han dado forma no tan sólo a los movimientos utópicos (y a sus derivas totalitarias) sino también a las prácticas políticas concretas, reformistas o revolucionarias, de quienes han sabido ampliar los derechos de las personas y han contribuido a mejorar la calidad de las sociedades.
Lo relativo del peronismo actual es que, sea cual sea la fracción que tome la palabra, su utopía está en el pasado, ya que el futuro sólo puede ser imaginado como un retorno a 1945 o a 1973. El futuro imaginado con las formas del pasado es, en la vida religiosa, el paraíso perdido y recuperado: el vergel. En la vida política, es una distopía, o sea, lo contrario de la sociedad ideal, el deseo de lo indeseable. Es, literalmente, el pantano, como dolorosamente pudo comprobarse hace sólo unos días. Imaginar el porvenir bajo la forma del pasado hace que el futuro -cuyo advenimiento es inevitable- sea indefectiblemente el sitio de la frustración y de la pérdida. Fuentes de legitimidad para quienes carecen de ideas sobre el futuro, coartadas con las que se evita una crítica de un presente de cuyos vicios y derrotas son plenamente responsables, 1945 o 1973 no son entonces más que los nombres melancólicos que enuncian, como condena de fracaso, quienes controlan el poder político en un país tristemente empantanado.
Démosle a los peronistas el raro privilegio de no ser ni buenos ni malos. Pero que el peronismo, como partido político, sea incorregible es algo definitivamente malo. Aun si tiene dos ideas del pasado, no tiene ninguna idea del porvenir. La Argentina necesita, urgentemente, corregirse. Necesita urgentemente retomar la obturada posibilidad de pensar el futuro. Necesita imperiosa, definitivamente, dejar de ser lo que es.
Porque -nunca mejor dicho- el porvenir está por venir...
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