jueves, 18 de abril de 2013

Adhiero a la marcha

Por Ariel Torres




Que conste en actas que no tengo empleada doméstica con o sin uniforme. No vivo en Martinez ni veraneo en Punta del Este. Es más, ni siquiera veraneo. Las consignas desaforadas contra el kirchnerismo me dejan helado, por su virulencia sobre todo. Tanto como las promesas de lealtad de "los nenes" kirchneristas de inmolarse en cuerpo y alma por la "revolución nacional y popular".
Sin embargo, creo en varias cosas. Creo que la vida es una sola y es sagrada y no se da ni se quita, por nada ni por nadie. Y menos por el poder, que es por definición opaco, siempre, no importa quién lo ocupe. Imposible alcanzar en las múltiples capas de intenciones que se acumulan sobre sus instituciones, sus figuras y sus decisiones, una verdad última, pura, libre de sospecha. Ni siquiera cuando sus relatos públicos nos quieran convencer de estar del lado de las causas buenas o de las causas eficientes.
Acomodar a la lealtad como constituyente de la relación ideal de los ciudadanos con las ideologías y las ideas políticas, con cualquier idea política, y menos con hombres y mujeres políticos en particular, es como mínimo ingenuo. Los hombres y las mujeres también son opacos, siempre, aun cuando sean buena gente. E inclusive algunos son oscuros.
Es bien sabido que todo ejercicio práctico del poder, o de la gestión, no importa cómo se lo llame, obliga a traducciones de los ideales a la práctica. Una cosa es decir, y la otra llevar a cabo. En esa traducción siempre se da algo de pérdida: de pureza y transparencia. Y no sólo cuando la corrupción da forma al hacer político y esa pérdida pasa a ser sinónimo lisa y llanamente de oscuridad y delito. En las mínimas negociaciones a las que obliga el ejercicio práctico del poder, aún cuando no caiga fuera de la legalidad, se confirma también una degradación de esos ideales por los que los "pibes", cualquier pibe, dicen que darían su vida. Asimismo, cualquier mínima negociación también relativiza el purismo de las ideas.
Quizás sea por eso que mi utopía personal es una sociedad sin militantes. Sin lealtades políticas. Ni la militancia de las causas nobles, ni la militancia en representación arrogante del pueblo, ni la militancia del odio irracional contra el gobierno de turno. Nada. Y más vale que no me corran por izquierda porque no me estoy refiriendo a una sociedad despolitizada, fácil de llevar de las narices. No estamos condenados a la indiferencia, al cinismo, al escepticismo o a la sonsera de la neutralidad política. Tampoco a la ira opositora que ve dictadores por todos lados y sólo encuentra en la esterilidad del insulto, cada vez más barroco, el modo de responder a los desatinos del poder.
En lo que mí respecta, al poder se le responde con ideas y con una participación vigilante que controle su ejercicio. Por eso creo en una adhesión política que sea consciente de su carácter provisorio. Que se comprometa racionalmente, entregue confianza y eventualmente se lance a la participación política, todo eso sólo en la medida en que el otro, el poder, escuche, responda, cumpla. Y cuando eso no suceda, espero que aquellos que antes adhirieron, en este tiempo exijan y cuestionen aún cuando se ponga en juego la legitimidad de aquellas ideas y los dirigentes con los que más simpatizan, sean cuestionados.
Prefiero la noción de “ciudadano” antes que el concepto de "pueblo" siempre que logremos liberarlo de la connotación  de perdedor, de discapacitado para el ejercicio del poder en serio que arrastra desde el fracaso alfonsinista. El ciudadano tiende a la racionalidad; el pueblo, a la pasión acrítica y la seducción del carisma.
Mi racionalidad ciudadana se obsesiona últimamente con dos ideas. Primero, que la mayorías son temporarias. En el mediano plazo, cambian de mano. No hay vuelta con eso. Lo hemos aprendido en la historia argentina. Por eso un gobierno responsable, aún cuando tenga la legitimidad del voto del cincuenta y cuatro por ciento de los votantes, no puede desoír los puntos de vista del otro cuarenta y seis por ciento. Sobre todo cuando sus actos de gobierno condicionan un futuro con mayorías que quizás no le pertenezcan.
Esas son las razones por las que me obsesiono últimamente con una democracia de consensos, de correcciones diarias y marginales y no de batallas parciales en pos de una pretendida utopía final, una revolución, que encierra en definitiva la ilusión de ganar la batalla y silenciar definitivamente al otro. Ni más ni menos que a la mitad de un país. Hemos aprendido con tragedias nacionales las consecuencias irreparables de desaparecer y exiliar al otro. Tampoco sirve silenciarlo o ningunearlo.
La Patria siempre somos todos. Los que nos caen bien y los que no.
Censuro a CFK cuando dice que la Patria es el otro. Pero no debería serlo sólo cuando el otro es víctima vulnerable, sólo cuando su estado de necesidad nos da la oportunidad de ejercer, magnánimos, la grandeza de la solidaridad, su goce. En la solidaridad también hay ego, pero nos hace nobles. La Patria también es el otro cuando nos devuelve un espejo imperfecto de nosotros mismos. Por ejemplo, cuando el otro expone los puntos débiles del poder y le habla de igual a igual y le exige el cumplimiento de las obligaciones que el poder elude. La Patria también es el otro cuando el otro reclama ser escuchado, exige consensos, demanda calidad democrática y se planta como ciudadano libre y racional.
Por todo esto, hoy, sin pechera de ninguna clase, a la distancia circunstancialmente, y sin insultos contra las instituciones en la punta de la lengua, adhiero a la marcha con el fervor de siempre querer más y mejor para todos.

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