Que conste en actas que no tengo empleada doméstica con o sin uniforme.
No vivo en Martinez ni veraneo en Punta del Este. Es más, ni siquiera veraneo.
Las consignas desaforadas contra el kirchnerismo me dejan helado, por su
virulencia sobre todo. Tanto como las promesas de lealtad de "los nenes"
kirchneristas de inmolarse en cuerpo y alma por la "revolución nacional y
popular".
Sin
embargo, creo en varias cosas. Creo que la vida es una sola y es sagrada y no
se da ni se quita, por nada ni por nadie. Y menos por el poder, que es por
definición opaco, siempre, no importa quién lo ocupe. Imposible alcanzar en las
múltiples capas de intenciones que se acumulan sobre sus instituciones, sus
figuras y sus decisiones, una verdad última, pura, libre de sospecha. Ni
siquiera cuando sus relatos públicos nos quieran convencer de estar del lado de
las causas buenas o de las causas eficientes.
Acomodar
a la lealtad como constituyente de la relación ideal de los ciudadanos con las
ideologías y las ideas políticas, con cualquier idea política, y menos con
hombres y mujeres políticos en particular, es como mínimo ingenuo. Los hombres
y las mujeres también son opacos, siempre, aun cuando sean buena gente. E
inclusive algunos son oscuros.
Es
bien sabido que todo ejercicio práctico del poder, o de la gestión, no importa
cómo se lo llame, obliga a traducciones de los ideales a la práctica. Una cosa
es decir, y la otra llevar a cabo. En esa traducción siempre se da algo de
pérdida: de pureza y transparencia. Y no sólo cuando la corrupción da forma al
hacer político y esa pérdida pasa a ser sinónimo lisa y llanamente de oscuridad
y delito. En las mínimas negociaciones a las que obliga el ejercicio práctico
del poder, aún cuando no caiga fuera de la legalidad, se confirma también una
degradación de esos ideales por los que los "pibes", cualquier pibe,
dicen que darían su vida. Asimismo, cualquier mínima negociación también
relativiza el purismo de las ideas.
Quizás
sea por eso que mi utopía personal es una sociedad sin militantes. Sin
lealtades políticas. Ni la militancia de las causas nobles, ni la militancia en
representación arrogante del pueblo, ni la militancia del odio irracional
contra el gobierno de turno. Nada. Y más vale que no me corran por izquierda
porque no me estoy refiriendo a una sociedad despolitizada, fácil de llevar de
las narices. No estamos condenados a la indiferencia, al cinismo, al
escepticismo o a la sonsera de la neutralidad política. Tampoco a la ira
opositora que ve dictadores por todos lados y sólo encuentra en la esterilidad
del insulto, cada vez más barroco, el modo de responder a los desatinos del
poder.
En lo
que mí respecta, al poder se le responde con ideas y con una participación
vigilante que controle su ejercicio. Por eso creo en una adhesión política que
sea consciente de su carácter provisorio. Que se comprometa racionalmente,
entregue confianza y eventualmente se lance a la participación política, todo
eso sólo en la medida en que el otro, el poder, escuche, responda, cumpla. Y cuando
eso no suceda, espero que aquellos que antes adhirieron, en este tiempo exijan
y cuestionen aún cuando se ponga en juego la legitimidad de aquellas ideas y
los dirigentes con los que más simpatizan, sean cuestionados.
Prefiero
la noción de “ciudadano” antes que el concepto de "pueblo" siempre
que logremos liberarlo de la connotación de perdedor, de discapacitado para el
ejercicio del poder en serio que arrastra desde el fracaso alfonsinista. El ciudadano
tiende a la racionalidad; el pueblo, a la pasión acrítica y la seducción del
carisma.
Mi
racionalidad ciudadana se obsesiona últimamente con dos ideas. Primero, que la
mayorías son temporarias. En el mediano plazo, cambian de mano. No hay vuelta
con eso. Lo hemos aprendido en la historia argentina. Por eso un gobierno
responsable, aún cuando tenga la legitimidad del voto del cincuenta y cuatro
por ciento de los votantes, no puede desoír los puntos de vista del otro
cuarenta y seis por ciento. Sobre todo cuando sus actos de gobierno condicionan
un futuro con mayorías que quizás no le pertenezcan.
Esas
son las razones por las que me obsesiono últimamente con una democracia de
consensos, de correcciones diarias y marginales y no de batallas parciales en
pos de una pretendida utopía final, una revolución, que encierra en definitiva
la ilusión de ganar la batalla y silenciar definitivamente al otro. Ni más ni
menos que a la mitad de un país. Hemos aprendido con tragedias nacionales las
consecuencias irreparables de desaparecer y exiliar al otro. Tampoco sirve
silenciarlo o ningunearlo.
Censuro
a CFK cuando dice que la Patria
es el otro. Pero no debería serlo sólo cuando el otro es víctima vulnerable,
sólo cuando su estado de necesidad nos da la oportunidad de ejercer,
magnánimos, la grandeza de la solidaridad, su goce. En la solidaridad también
hay ego, pero nos hace nobles. La
Patria también es el otro cuando nos devuelve un espejo
imperfecto de nosotros mismos. Por ejemplo, cuando el otro expone los puntos
débiles del poder y le habla de igual a igual y le exige el cumplimiento de las
obligaciones que el poder elude. La
Patria también es el otro cuando el otro reclama ser
escuchado, exige consensos, demanda calidad democrática y se planta como
ciudadano libre y racional.
Por
todo esto, hoy, sin pechera de ninguna clase, a la distancia
circunstancialmente, y sin insultos contra las instituciones en la punta de la
lengua, adhiero a la marcha con el fervor de siempre querer más y mejor para
todos.
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