viernes, 12 de abril de 2013

El necesario destino institucional de una nueva época

Por Ariel Torres



Hace no mucho tiempo, la sociedad argentina tomó conciencia de que la deuda externa era una timba manejada por usureros y que su crecimiento constante nos llevaba a la quiebra. Ese conocimiento institucional desembocó en un ambiciosol proyecto de "desendeudamiento", ideado por Néstor Kirchner y Roberto Lavagna  que tuvo -más allá de polémicas ideológicas y coyunturales- un importante consenso social. Esa política se tomó con la idea de volvernos autónomos de los organismos internacionales de crédito, para que ellos no pudieran dictar políticas económicas en nuestro país como había ocurrido en otros muchos tiempos.
Los años que siguieron parecieron darles la razón a quienes habían elegido aquel rumbo, sobre todo en comparación con la degradación económica que -ajuste tras ajuste y blindaje tras blindaje- fue hundiendo a Europa en un pantano que no ha dejado de tragarse empleos, y personas. Los bancos europeos y ciertas entidades supranacionales mandan incluso por encima de los gobiernos, y los malos resultados de esos recortes (unidos a la rigidez de una moneda única, vale decirlo) tiraron nafta sobre la fogoza idea kirchnerista de que el Viejo Continente no había comprendido cabalmente la razón profunda de su crisis.
Pero a pesar de todo este razonamiento aparentemente cabal, transformado directamente en sentido común de época, el país ha sufrido un inesperado golpe con las catastróficas inundaciones del 2 y 3 de abril. Ahondando en las razones del desastre, el argentino medio descubre ahora lo que apenas vislumbraba en la tragedia ferroviaria de Once. Allí se encontró rápidamente una explicación: la corrupción mata. Es decir, el Estado invirtió, pero el dinero no llegó a destino. Todavía, en esta conjetura, no había un problema de fondo. Tuvo que volver la tragedia para que la opinión pública descubriera por fin que los dos dramas estaban unidos por un mismo hilo conductor: la derrota del Estado tal y como fue concebido después del crack de 2001.
De todas maneras, pensar que la raíz de los problemas está únicamente en la corrupción no deja de ser un pensamiento tranquilizador, pero superficial como mínimo. Más allá de la saga de corruptores y corrompidos, que debe ser narrada y denunciada, está el diseño veraz o equivocado de la gran estrategia económica. Y digo: La Argentina es un coche de los años 60 al que no le cambiaron la pastilla de frenos, los cables, las bujías ni las cubiertas, y lo usamos a 170 kilómetros por hora. La situación es más grave aún, porque llevamos personas dentro. Y porque el coche nos conduce irremediablemente a la muerte.
De lo que estoy hablando, ni más ni menos -y es lo que está presente tanto en la red ferroviaria como en el sistema hídrico- es de la infraestructura de un país que creció a tasas chinas y que creyó que el Estado absoluto podía solucionar todas sus falencias. La tremenda absorción de dinero de estos años pródigos, que generó una falsa omnipotencia nacional, no alcanzó ni alcanzará para la colosal tarea que la Argentina dejó pendiente. Medida en cientos de miles de millones de dólares y a veinte años vista, conforma una suma inabordable si no se recurre a la inversión extranjera y a la toma de deuda en los mercados internacionales. Lo digo con amplio conocimiento de causa desde lo profesional, pero quiere la vida que esté trabajando circunstancialmente en Venezuela, en tiempos históricos, y con fenomenales regalías producto del petróleo, esta sociedad vive de una manera lamentable. Donde todo es Estado, donde nada es vida.
La nueva y trágica realidad, que recién comienza hoy a hacerse carne en los ciudadanos bajo el imperio del dolor, puede ser entonces la primera pieza de un dominó que lleve a un cambio de paradigma. A un nuevo sentido común de época. Es hora de analizar por qué la palabra "deuda" podría dejar de ser una mala palabra en la Argentina. Y empecemos por el principio.
La obtención de esos extraordinarios recursos que se necesitan si pretendemos cambiar el coche de los años 60 y detener las muertes masivas de los argentinos, requiere rearmar un marco regulatorio para los inversores: condiciones de flujo de fondos, contralores, tarifarios, maneras de repago de la inversión. Es decir, un código serio y racional que dé garantías a empresas dispuestas a elegirnos. Ese marco fue destrozado en 2002 y desde entonces sólo se utilizan parches arbitrarios y cambiantes. No existe prácticamente ningún área del servicio público que tenga reglas claras, por lo tanto la inversión privada se retiró.
Por supuesto que –de hecho- lo que surgió obligatoriamente fue la inversión pública, que en los primeros años del kirchnerismo tuvo una recuperación. El momento crítico sucedió cuando empezaron a flaquear los flujos de caja. Los gastos operativos se comen siempre a la infraestructura, por el simple hecho de que se vive el puro presente; no hay tiempo ni dinero para edificar el futuro. La variable de ajuste, en estas circunstancias, es la tarea pública de gran porte. Excepto algunas puntuales, el kirchnerismo no dejará obras relevantes que trasciendan a otras generaciones, cintas que cortarían otros administradores políticos del Estado, como sucede en cualquier país normal.
En ese rubro, el de la infraestructura productiva,  se anotan la energía eléctrica, los combustibles, puertos, aeropuertos, rutas, trenes, telecomunicaciones y, entre otras cosas, las grandes obras de tratamientos hídricos, cuya ausencia precisamente acaba de dejar un tendal de muertos y una irreparable devastación en la zona metropolitana. El stock de infraestructura de una nación es uno de los factores decisivos para su desarrollo. Está probado que la cantidad y calidad de los servicios públicos hacen mucho más productivo al sector privado y generan bienestar social. Y también que quienes sólo practican el cortoplacismo y renuncian al futuro acumulan, paradójicamente, cientos de muertos en el puro presente.
Puede parecer exagerada mi impresión pero, para que la administración nacional deje de ser -por ineficiencia y dogmatismo- un asesino serial, debería dar por culminada la fase del desendeudamiento, que tuvo efectos benéficos en un puento, pero que claramente ya cumplió un ciclo. La propia CFK pareció dar cuenta de esto en su discurso del 1° de marzo, cuando dijo que endeudarse para pagar deuda financiera o gasto corriente era nefasto, pero "tomar créditos para obras de infraestructura a una tasa aceptable" no estaba nada mal.
Acá la cuestión tiene que ver con el volumen de dinero que la Argentina precisa para arreglar el coche. Es altísimo, y el problema no se solucionaría ni con una drástica y descomunal reasignación de los recursos existentes. Con una caja exhausta y teniendo en cuenta que los actuales préstamos del Banco Mundial y el BID son simples migajas complementarias, sólo sería factible obtener semejantes fondos del mercado internacional, que a Uruguay y a Perú, por citar sólo dos ejemplos cercanos, les prestan a tasas aplanadas: es que el mundo está dispuesto a confiar en países que tienen commodities y que respetan las normas jurídicas y económicas.
Es posible también llevar a cabo obras con capitales mixtos y atraer a empresas extranjeras, que son aquellas que  tienen las billeteras más gordas, pero para eso es preciso cambiar la política exterior y recomponer la credibilidad perdida. Exactamente todo lo contrario de lo que se desprende de esta diplomacia enamorada de su propio ombligo, del cepo cambiario, del manicomio financiero, de la discrecionalidad como metodología y de las reformas de una Justicia que amenaza con no ser justa precisamente con quienes convendría asociarnos si quisiéramos detener la máquina homicida.
Con su plasticidad ideológica y su pragmatismo brutal, la pregunta es si el universo K podrá romper sus propios prejuicios y virar hacia una nueva etapa sin pensar que estas ideas son "neoliberales". Con todo y a pesar de esos rótulos que reflejan una ignorancia rancia, estas ideas son centralmente desarrollistas, sólo hay que preguntarle a Dilma Rousseff qué opina de ellas. Los organismos de crédito les vendían alcohol a los alcohólicos en los 90 y después medraban con su borrachera. Pero muchos países emergentes de América Latina han recuperado la lucidez y la sobriedad: ahora sólo toman lo que no puede hacerles daño, la dieta equilibrada que necesitan para alimentarse y crecer. Se puede volver al mercado sin volver a los 90; sin caer en las usuras ni en las ebriedades, y manteniendo la soberanía.
El problema –insisto con la idea- es que por ahora el coche va en el sentido exactamente contrario, a toda velocidad, con sus piezas añejas y oxidadas, cargado de argentinos inermes, rumbo a nuevos choques y a nuevas catástrofes.
Nuestro país se ha caracterizado por ser pendular: un día todos son privatizadores y otro día son todos estatistas. Una etapa verdaderamente novedosa de la política podría consistir en predicar la razonabilidad. El nuevo sentido común de la época podría ser simplemente el sentido común.
O más aún: el sentido propio. Sería realmente revolucionario.

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