Hace no mucho tiempo, la sociedad argentina tomó conciencia de
que la deuda externa era una timba manejada por usureros y que su crecimiento
constante nos llevaba a la quiebra. Ese conocimiento institucional desembocó en
un ambiciosol proyecto de "desendeudamiento", ideado por Néstor
Kirchner y Roberto Lavagna que tuvo -más
allá de polémicas ideológicas y coyunturales- un importante consenso social. Esa política se tomó con la idea de
volvernos autónomos de los organismos internacionales de crédito, para que
ellos no pudieran dictar políticas económicas en nuestro país como había
ocurrido en otros muchos tiempos.
Los años que siguieron parecieron darles la razón a quienes
habían elegido aquel rumbo, sobre todo en comparación con la degradación
económica que -ajuste tras ajuste y blindaje tras blindaje- fue hundiendo a
Europa en un pantano que no ha dejado de tragarse empleos, y personas. Los
bancos europeos y ciertas entidades supranacionales mandan incluso por encima
de los gobiernos, y los malos resultados de esos recortes (unidos a la rigidez
de una moneda única, vale decirlo) tiraron nafta sobre la fogoza idea kirchnerista
de que el Viejo Continente no había comprendido cabalmente la razón profunda de
su crisis.
Pero a
pesar de todo este razonamiento aparentemente cabal, transformado directamente
en sentido común de época, el país ha sufrido un inesperado golpe con las
catastróficas inundaciones del 2 y 3 de abril. Ahondando en las razones del
desastre, el argentino medio descubre ahora lo que apenas vislumbraba en la
tragedia ferroviaria de Once. Allí se
encontró rápidamente una explicación: la corrupción mata. Es decir, el
Estado invirtió, pero el dinero no llegó a destino. Todavía, en esta conjetura,
no había un problema de fondo. Tuvo que volver la tragedia para que la opinión
pública descubriera por fin que los dos dramas estaban unidos por un mismo hilo
conductor: la derrota del Estado tal y como fue concebido después del crack de
2001.
De
todas maneras, pensar que la raíz de los problemas está únicamente en la
corrupción no deja de ser un pensamiento tranquilizador, pero superficial como
mínimo. Más allá de la saga de corruptores y corrompidos, que debe ser narrada
y denunciada, está el diseño veraz o equivocado de la gran estrategia
económica. Y digo: La
Argentina es un coche de los años 60 al que no le cambiaron
la pastilla de frenos, los cables, las bujías ni las cubiertas, y lo usamos a 170 kilómetros por
hora. La situación es más grave aún, porque llevamos personas dentro. Y porque
el coche nos conduce irremediablemente a la muerte.
De lo
que estoy hablando, ni más ni menos -y es lo que está presente tanto en la red
ferroviaria como en el sistema hídrico- es de la infraestructura de un país que
creció a tasas chinas y que creyó que el Estado absoluto podía solucionar todas
sus falencias. La tremenda absorción de dinero de estos años pródigos, que
generó una falsa omnipotencia nacional, no alcanzó ni alcanzará para la colosal
tarea que la Argentina
dejó pendiente. Medida en cientos de miles de millones de dólares y a veinte
años vista, conforma una suma inabordable si no se recurre a la inversión
extranjera y a la toma de deuda en los mercados internacionales. Lo digo con
amplio conocimiento de causa desde lo profesional, pero quiere la vida que esté
trabajando circunstancialmente en Venezuela, en tiempos históricos, y con
fenomenales regalías producto del petróleo, esta sociedad vive de una manera
lamentable. Donde todo es Estado, donde nada es vida.
La
nueva y trágica realidad, que recién comienza hoy a hacerse carne en los
ciudadanos bajo el imperio del dolor, puede ser entonces la primera pieza de un
dominó que lleve a un cambio de paradigma. A un nuevo sentido común de época. Es hora de analizar por qué la palabra
"deuda" podría dejar de ser una mala palabra en la Argentina. Y
empecemos por el principio.
La
obtención de esos extraordinarios recursos que se necesitan si pretendemos
cambiar el coche de los años 60 y detener las muertes masivas de los
argentinos, requiere rearmar un marco regulatorio para los inversores:
condiciones de flujo de fondos, contralores, tarifarios, maneras de repago de
la inversión. Es decir, un código serio y racional que dé garantías a empresas
dispuestas a elegirnos. Ese marco fue
destrozado en 2002 y desde entonces sólo se utilizan parches arbitrarios y
cambiantes. No existe prácticamente ningún área del servicio público que tenga
reglas claras, por lo tanto la inversión privada se retiró.
Por
supuesto que –de hecho- lo que surgió obligatoriamente fue la inversión
pública, que en los primeros años del kirchnerismo tuvo una recuperación. El
momento crítico sucedió cuando empezaron a flaquear los flujos de caja. Los
gastos operativos se comen siempre a la infraestructura, por el simple hecho de
que se vive el puro presente; no hay tiempo ni dinero para edificar el futuro.
La variable de ajuste, en estas circunstancias, es la tarea pública de gran
porte. Excepto algunas puntuales, el kirchnerismo no dejará obras relevantes que
trasciendan a otras generaciones, cintas que cortarían otros administradores
políticos del Estado, como sucede en cualquier país normal.
En ese
rubro, el de la infraestructura productiva, se anotan la energía eléctrica, los
combustibles, puertos, aeropuertos, rutas, trenes, telecomunicaciones y, entre
otras cosas, las grandes obras de tratamientos hídricos, cuya ausencia
precisamente acaba de dejar un tendal de muertos y una irreparable devastación
en la zona metropolitana. El stock de infraestructura de una nación es uno de
los factores decisivos para su desarrollo.
Está probado que la cantidad y calidad de los servicios públicos hacen
mucho más productivo al sector privado y generan bienestar social. Y también que quienes sólo practican el
cortoplacismo y renuncian al futuro acumulan, paradójicamente, cientos de
muertos en el puro presente.
Puede
parecer exagerada mi impresión pero, para que la administración nacional deje
de ser -por ineficiencia y dogmatismo- un asesino serial, debería dar por
culminada la fase del desendeudamiento, que tuvo efectos benéficos en un puento,
pero que claramente ya cumplió un ciclo. La propia CFK pareció dar cuenta de
esto en su discurso del 1° de marzo, cuando dijo que endeudarse para pagar
deuda financiera o gasto corriente era nefasto, pero "tomar créditos para
obras de infraestructura a una tasa aceptable" no estaba nada mal.
Acá la
cuestión tiene que ver con el volumen de dinero que la Argentina precisa para
arreglar el coche. Es altísimo, y el problema no se solucionaría ni con una
drástica y descomunal reasignación de los recursos existentes. Con una caja
exhausta y teniendo en cuenta que los actuales préstamos del Banco Mundial y el
BID son simples migajas complementarias, sólo sería factible obtener semejantes
fondos del mercado internacional, que a Uruguay y a Perú, por citar sólo dos
ejemplos cercanos, les prestan a tasas aplanadas: es que el mundo está
dispuesto a confiar en países que tienen commodities y que respetan las normas
jurídicas y económicas.
Es
posible también llevar a cabo obras con capitales mixtos y atraer a empresas
extranjeras, que son aquellas que tienen
las billeteras más gordas, pero para eso es preciso cambiar la política
exterior y recomponer la credibilidad perdida. Exactamente todo lo contrario de
lo que se desprende de esta diplomacia enamorada de su propio ombligo, del cepo
cambiario, del manicomio financiero, de la discrecionalidad como metodología y
de las reformas de una Justicia que amenaza con no ser justa precisamente con
quienes convendría asociarnos si quisiéramos detener la máquina homicida.
Con su
plasticidad ideológica y su pragmatismo brutal, la pregunta es si el universo K
podrá romper sus propios prejuicios y virar hacia una nueva etapa sin pensar
que estas ideas son "neoliberales". Con todo y a pesar de esos
rótulos que reflejan una ignorancia rancia, estas ideas son centralmente
desarrollistas, sólo hay que preguntarle a Dilma Rousseff qué opina de ellas.
Los organismos de crédito les vendían alcohol a los alcohólicos en los 90 y
después medraban con su borrachera. Pero muchos países emergentes de América Latina
han recuperado la lucidez y la sobriedad: ahora sólo toman lo que no puede
hacerles daño, la dieta equilibrada que necesitan para alimentarse y crecer. Se
puede volver al mercado sin volver a los 90; sin caer en las usuras ni en las
ebriedades, y manteniendo la soberanía.
El problema –insisto con la idea- es que por
ahora el coche va en el sentido exactamente contrario, a toda velocidad, con
sus piezas añejas y oxidadas, cargado de argentinos inermes, rumbo a nuevos
choques y a nuevas catástrofes.
Nuestro
país se ha caracterizado por ser pendular: un día todos son privatizadores y
otro día son todos estatistas. Una etapa verdaderamente novedosa de la política
podría consistir en predicar la razonabilidad. El nuevo sentido común de la
época podría ser simplemente el sentido común.
O más
aún: el sentido propio. Sería realmente revolucionario.
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