martes, 23 de abril de 2013

Una hegemonía acorralada

Por Ariel Torres




El proceso eleccionario del domingo 14 en Venezuela, puede ser un espejo de la Argentina. Si insistimos en transitar el camino del cesarismo del nuevo mundo, como lo llamó Alberdi, esos comicios desnudaron la fragilidad de esta clase de regímenes. Ante la intoxicación de personalismo, antes y después de la muerte del líder carismático, la sucesión presidencial se atasca, las sociedades se polarizan con violencia y la gobernabilidad se derrumba en la crisis. De nada vale la manipulación funeraria obscena: en estos regímenes, los procesos electorales, de cuya normalidad depende la legitimidad de la democracia, se convierten en feroz campo de batalla.

Sin embargo, en la experiencia venezolana hubo un resorte que muy pronto se puso a punto y gracias al cual Chávez sobresalió durante una larga década. La constitución "bolivariana" y reeleccionista –ferozmente manipulada e “interpretada”- respaldó a ese principado popular, encarnado en su presidente/comandante, y aseguró su imperio sobre dos clases de poderes. Chávez dominó sobre la división formal de poderes del orden republicano y sobre la constelación de poderes sociales: los medios de comunicación, los sindicatos, las organizaciones empresariales, las asociaciones de la sociedad civil.
En una lectura macro, ése es el formato de un régimen que sueña con reducir todos los poderes a la unidad del Estado y que, ahora, encuentra fuertes resistencias mientras busca retener el generoso apoyo electoral de antaño. Roto ese circuito de confianza, o seriamente atenuado, comienza el crepúsculo caótico de una época.
Es este el espejo que también sirve de preámbulo al debate que en estos días nos envuelve. Tres datos lo conforman: la arremetida sobre la Justicia y la división de poderes; las restricciones constitucionales que acaban de aplicarse a la ley de medios y, en general, el problema de fondo que aqueja al oficialismo. La cuestión se explica por el hecho de que el kirchnerismo carece en la actualidad de dos instrumentos estratégicos para extender en un tiempo prolongado su voluntad hegemónica. Al primero lo anuló inesperadamente el fallecimiento de Néstor Kirchner. Se desmoronó así el original montaje de una sucesión “natural” de carácter matrimonial. El segundo instrumento exigía tocar de entrada la Constitución vigente, cosa que no ocurrió.
A lo que se sumó la renovación de la Corte Suprema de Justicia. ¿Por qué el matrimonio gobernante usó un expediente republicano cuando en Santa Cruz había hecho lo contrario? Pregunta de difícil respuesta. Lo cierto es que ese resguardo sigue funcionando, con la complicación adicional, para el Gobierno, de que la reforma constitucional que habilitaría la reelección indefinida del presidente no ha tenido por ahora lugar en ausencia de los votos necesarios en el Congreso.
Si comparamos la estrategia de Chávez -que introdujo de entrada la reforma de la Constitución- con lo que ocurre entre nosotros, las diferencias son enormes. La Constitución no se ha reformado y, si el oficialismo se empeña en este cometido, lo hace cuando la experiencia inaugurada en 2003 se interna en un contexto económico desfavorable y amplios sectores de la sociedad se movilizan en su contra. Un camino tapizado de piedras hostiles.
La Constitución que, más allá de sus reformas, conserva su núcleo histórico de derechos y garantías, está siendo vapuleada sin descanso por una agenda de atropellos que afrontan las consecuencias no queridas de la acción humana. El Gobierno persigue denodadamente resultados poco menos que instantáneos con el apoyo de una mayoría regimentada en el Congreso para toparse, de inmediato, con resultados opuestos a sus intenciones.
De allí se desprende que, sobre la intención del Poder Ejecutivo que pergeña las leyes, planea el desconcierto y después la desesperación. Al intentar doblegar a la prensa independiente mediante la ley de medios, el oficialismo no atendió a la circunstancia de que las partes afectadas recurrirían al amparo judicial por la presunta inconstitucionalidad de algunos de sus artículos. En su totalidad, dicha ley está en veremos, una Cámara de Apelaciones ha declarado la inconstitucionalidad de dos de sus artículos y la Corte Suprema será la que, en definitiva, decida.
Al mismo tiempo, si bien las leyes de la reforma judicial tienen los objetivos de atacar con rapidez las restricciones judiciales impuestas a la ley de medios mediante resoluciones cautelares, de asegurarse el control del Consejo de la Magistratura y de someter al Poder Judicial mediante una politización extrema, parece ignorarse que, de nuevo, podrían ponerse en marcha los mismos mecanismos luego de su aprobación por el Congreso.
Ambos, el Gobierno y el país están atrapados en una doble encerrona. Por un lado, el Gobierno busca doblegar los restos republicanos aún vivientes en el país. Como decíamos en 2006, en lugar de una democracia republicana quieren levantar una democracia dependiente de la hegemonía presidencial. Por otro lado, ese designio cesarista choca con obstáculos. Los gobernantes quieren y no pueden: les sobra apetito y les faltan dientes para engullir la conspiración de sus odiadas corporaciones.
Ninguna nimiedad son los nudos que están atando esta última encerrona. Con tropiezos, los partidos de oposición se desperezan; aunque oxidado, el engranaje republicano traba y resiste los embates por la vía judicial; el periodismo de investigación revela la cadena de corrupción e impunidad que anida en el Gobierno; el sindicato del Poder Judicial, en huelga hace unos días, añade a la Justicia el apoyo de una fuerza social junto con la CGT opositora; por fin, las redes sociales, multitudinarias, ganan otra vez la calle, como aconteció el jueves pasado.
Para colmo y por el mismo precio, surgen divisiones en la coalición que sustenta al Ejecutivo. El escenario no deja de ser paradójico. Sigue creciendo el temor que despierta un rumbo que podría desembocar en un totalitarismo vernáculo y estallan querellas en torno al significado de los conceptos políticos. Estas pasiones encontradas reproducen la imagen, con raíces en la realidad, de un poder presidencial que demuele los pesos y contrapesos de la Constitución.
Armada por el conjunto de acciones y restricciones que señalamos, la otra encerrona coloca al Gobierno en la posición de un felino acosado que lanza zarpazos sin cesar. La diferencia obvia es que esos perros de presa han sido fabricados por la ceguera del oficialismo y el carácter rústico de sus decisiones, por la impunidad reinante y por su complacencia, hasta nuevo aviso, en la dialéctica amigo-enemigo.
La encrucijada de este año de elecciones de la cual se desprenden varias trayectorias no es menor. Sin embargo hay una más urgente. Primero, habrá que ver si mañana la Cámara de Diputados, rodeada por una movilización en la plaza del Congreso, podrá mantener la férrea mayoría de las últimas votaciones para aprobar las leyes más importantes de la reforma judicial. Segundo, si esta hipótesis no se diera, es posible que se reclame en sede judicial, por la vía del amparo, la inconstitucionalidad de algunas de ellas. Si ello ocurriese, el Gobierno invocará el perfil contramayoritario de la Justicia (a sus ojos, una oligarquía congelada), olvidando adrede que el apoyo a una Justicia independiente goza, como se verificó en la noche del jueves, de un franco aliento popular.
Veremos, por tanto, cuál de las dos encerronas terminará prevaleciendo: si la de la hegemonía que conquista más parcelas de poder o la del oficialismo que se empantana. En todo caso, atmósfera pesada con el riesgo, siempre en acecho, de la metástasis institucional.

Las circunstancias sobrepasan a Maduro

Por Ariel Torres




Ha sido y es peligrosamente esperable que mientras la cobertura mediática de la asunción de Nicolás Maduro se centró en la disputa en torno al cuestionado resultado oficial de las elecciones del 14 de abril, la escalada de violaciones de los derechos humanos de su incipiente gobierno ha pasado casi inadvertida.
Los grupos internacionales de defensa de los derechos humanos y los líderes de la oposición venezolana dicen que, en los días siguientes a la elección, el gobierno de Maduro ha llevado a cabo un virtual golpe legislativo, y está suprimiendo la libertad de expresión y de reunión en todo el país.
La congresista de la oposición María Corina Machado lo expresó muy cabalmente: "La crisis electoral ha concentrado toda la atención nacional e internacional, pero aquí se han producido eventos que configuran un golpe de Estado", al referirse a la represión gubernamental que se desató luego de que Henrique Capriles cuestionó los resultados oficiales de la elección.
A partir de los resultados de las elecciones, que según el oficialista Consejo Nacional Electoral fueron ganadas por Maduro por el 50,7 contra el 49% de los votos, por lo menos ocho personas murieron y cientos han sido arrestados en circunstancias que aún deben determinarse.
Nicolás Maduro, el aparente heredero político de Chávez, culpa a la oposición por esas muertes. Los líderes opositores dicen que el gobierno está inventando o provocando actos de violencia para distraer la atención de unas elecciones fraudulentas. Pero independientemente de quién esté diciendo la verdad, no hay dudas de que se ha producido una suerte de intervención gubernamental del Congreso desde que el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello -número dos en la jerarquía del gobierno- quitó a todos los legisladores de la oposición su derecho a hablar en el Congreso mientras no acepten la victoria de Maduro. "En esta Asamblea Nacional, mientras yo sea presidente -dijo Cabello- si no reconocen a Nicolás, si no reconocen la institucionalidad del Estado, no tendrá derecho de palabra ningún diputado”. Acto seguido, Cabello le tomó examen a cada legislador que pidió la palabra, preguntándole si aceptaba la victoria de Maduro, y negándoles el micrófono a quienes no respondieron positivamente. Una verdadera locura enmarcada en una tácita abolición del Parlamento.
En el mismo sentido, y casi al mismo tiempo, Maduro prohibió una manifestación de la oposición para exigir el recuento de votos y, tras las elecciones, exigió que los canales televisivos Venevisión y Televen se alinearan con el gobierno chavista. "Llamo a Venevisión, a Televen, a todos los medios de comunicación...: ¡Definan con quién están! Con la patria, con la paz, con el pueblo, o con el fascismo", dijo en uno de sus discursos.
"El gobierno de Venezuela no debería limitar los derechos de sus ciudadanos a expresar libremente su opinión y a reunirse pacíficamente como respuesta a la cuestionada elección presidencial", expresó la organización de derechos humanos Human Rights Watch.
En este contexto, no puedo dejar de expresar mi opinión: el amigo Maduro empezó muy mal. Con el índice de inflación más alto y más difuso de América latina, una creciente escasez de azúcar, aceite, arroz, harina y otros alimentos en los supermercados, cortes de electricidad constantes, un nivel de criminalidad nunca visto y casi la mitad, o más, de la población convencida de que las elecciones fueron fraudulentas, está más que claro que la primera tarea de Maduro debe ser la de pacificar el país.
Si lo quisiera, tiene buenos espejos donde mirarse y poder medir su gestión inicial. Así como el presidente mexicano Enrique Peña Nieto y el presidente colombiano Juan Manuel Santos después de ganar las recientes elecciones por márgenes mucho más holgados, Maduro debería invitar a críticos del gobierno a integrar su gabinete, y dedicarse a construir puentes con la oposición para recuperar la economía.
Si el nuevo presidente tiene un dedo de frente, e instintos democráticos, eso es lo que hará, entre otras cosas, para poder tomar las duras medidas económicas que su gobierno tendrá que afrontar. Pero, hasta ahora, Maduro no ha demostrado tener una cosa ni la otra, sino sólo una tendencia a imponer su voluntad por la fuerza.
Como lo hacen los que no confían en sus propias capacidades.

lunes, 22 de abril de 2013

Apuntes sobre la espera y la esperanza

Por Ariel Torres



Es sabido que nuestro decaimiento o nuestra fuerza –según sea- se albergan en el corazón mismo del lenguaje que empleamos. Desde los conceptos que emitimos podemos alejarnos, dividirnos, desnaturalizarnos o acercarnos y hacernos más humanos. Atrapados en la misma red de las palabras y agobiados por el abuso de las mismas, a veces no logramos percibir la realidad y sólo usamos el lenguaje para legitimarnos en nuestras posturas políticas o religiosas. En estos tiempos sobreabunda la continua referencia, incluso en el ámbito político, al amor, a la fe, a la esperanza, a la reconciliación, pero me pregunto si las palabras que usamos verdaderamente expresan el sentido que en la práctica les otorgamos.

El uso que le damos a las palabras es más que un simple ejercicio de gramática, pues ellas son como las notas musicales en las que componemos nuestras grandes partituras. Sólo recuperando el dominio del contenido de las palabras lograremos comprender nuestra propia naturaleza y saber que no somos impotentes frente a la realidad. Por ello, quiero detenerme en el vocablo esperanza, pues tenemos una comprensión en un sentido muy amplio de la fe y existe una implicación muy íntima entre la fe, y la esperanza.

No descubro nada si digo que vivimos arrastrados por el ritmo ciego de la historia, arrojados a las fuerzas invisibles del destino que nos ha tocado vivir y de los acontecimientos históricos que más nos afectan, y a veces podemos tener la sensación de vivir sin esperanza. Pero interiormente sabemos que es ella la única que nos arranca del ritmo de los hechos cotidianos y nos otorga densidad humana.

La esperanza en sí misma está conformada por esperas, pero éstas no son ella. La esperanza es mucho más que la realización o el fracaso de lo que esperábamos. Identificar nuestras esperas con la esperanza en el caso de la no realización de lo que esperábamos nos lleva a la indolencia, a la resignación o a la fuga de la realidad; también puede conducirnos al conformismo o al triunfalismo. La exaltación e identificación de la realización de lo esperado con la esperanza opaca de igual forma la realidad de la esperanza.

La esperanza es una espera vívida, que despierta todos los sentidos con la finalidad de alcanzar lo que se aguarda, en la medida en que esta posibilidad se presenta sin reducirse a ello. La esperanza nos aporta una capacidad y una sabiduría transformadoras y de ese modo es posible ver no solamente nuestra realidad cómo es, sino también cómo puede llegar a ser o cómo puede transformarse. Por ello es que implica la responsabilidad, aviva la participación, nos regresa a nuestra propia naturaleza humana y se opone al triunfalismo que se supedita a la conquista o se agota en la realización de lo esperado.


La verdadera esperanza asume la desesperanza, eliminando su valor negativo de apatía y resignación. La esperanza como una dimensión de sentido es capaz de abrirse paso en medio de momentos y sensaciones que nos son profundamente negativas, abismos aciagos, caminos inciertos, y túneles iniluminados.

En estos días de noticias insalubres, de eventos difíciles de concebir, de decepciones desangrantes en lo social, es cuando la esperanza nos abre los brazos para que, desde lo personal, podamos construir una inmensa red de contención que nos permita ver la luz que siempre está al final de todo túnel.

Como todo, es una cuestión de actitud. Y es lo que nos diferencia a los humanos… de los otros humanos.

jueves, 18 de abril de 2013

Adhiero a la marcha

Por Ariel Torres




Que conste en actas que no tengo empleada doméstica con o sin uniforme. No vivo en Martinez ni veraneo en Punta del Este. Es más, ni siquiera veraneo. Las consignas desaforadas contra el kirchnerismo me dejan helado, por su virulencia sobre todo. Tanto como las promesas de lealtad de "los nenes" kirchneristas de inmolarse en cuerpo y alma por la "revolución nacional y popular".
Sin embargo, creo en varias cosas. Creo que la vida es una sola y es sagrada y no se da ni se quita, por nada ni por nadie. Y menos por el poder, que es por definición opaco, siempre, no importa quién lo ocupe. Imposible alcanzar en las múltiples capas de intenciones que se acumulan sobre sus instituciones, sus figuras y sus decisiones, una verdad última, pura, libre de sospecha. Ni siquiera cuando sus relatos públicos nos quieran convencer de estar del lado de las causas buenas o de las causas eficientes.
Acomodar a la lealtad como constituyente de la relación ideal de los ciudadanos con las ideologías y las ideas políticas, con cualquier idea política, y menos con hombres y mujeres políticos en particular, es como mínimo ingenuo. Los hombres y las mujeres también son opacos, siempre, aun cuando sean buena gente. E inclusive algunos son oscuros.
Es bien sabido que todo ejercicio práctico del poder, o de la gestión, no importa cómo se lo llame, obliga a traducciones de los ideales a la práctica. Una cosa es decir, y la otra llevar a cabo. En esa traducción siempre se da algo de pérdida: de pureza y transparencia. Y no sólo cuando la corrupción da forma al hacer político y esa pérdida pasa a ser sinónimo lisa y llanamente de oscuridad y delito. En las mínimas negociaciones a las que obliga el ejercicio práctico del poder, aún cuando no caiga fuera de la legalidad, se confirma también una degradación de esos ideales por los que los "pibes", cualquier pibe, dicen que darían su vida. Asimismo, cualquier mínima negociación también relativiza el purismo de las ideas.
Quizás sea por eso que mi utopía personal es una sociedad sin militantes. Sin lealtades políticas. Ni la militancia de las causas nobles, ni la militancia en representación arrogante del pueblo, ni la militancia del odio irracional contra el gobierno de turno. Nada. Y más vale que no me corran por izquierda porque no me estoy refiriendo a una sociedad despolitizada, fácil de llevar de las narices. No estamos condenados a la indiferencia, al cinismo, al escepticismo o a la sonsera de la neutralidad política. Tampoco a la ira opositora que ve dictadores por todos lados y sólo encuentra en la esterilidad del insulto, cada vez más barroco, el modo de responder a los desatinos del poder.
En lo que mí respecta, al poder se le responde con ideas y con una participación vigilante que controle su ejercicio. Por eso creo en una adhesión política que sea consciente de su carácter provisorio. Que se comprometa racionalmente, entregue confianza y eventualmente se lance a la participación política, todo eso sólo en la medida en que el otro, el poder, escuche, responda, cumpla. Y cuando eso no suceda, espero que aquellos que antes adhirieron, en este tiempo exijan y cuestionen aún cuando se ponga en juego la legitimidad de aquellas ideas y los dirigentes con los que más simpatizan, sean cuestionados.
Prefiero la noción de “ciudadano” antes que el concepto de "pueblo" siempre que logremos liberarlo de la connotación  de perdedor, de discapacitado para el ejercicio del poder en serio que arrastra desde el fracaso alfonsinista. El ciudadano tiende a la racionalidad; el pueblo, a la pasión acrítica y la seducción del carisma.
Mi racionalidad ciudadana se obsesiona últimamente con dos ideas. Primero, que la mayorías son temporarias. En el mediano plazo, cambian de mano. No hay vuelta con eso. Lo hemos aprendido en la historia argentina. Por eso un gobierno responsable, aún cuando tenga la legitimidad del voto del cincuenta y cuatro por ciento de los votantes, no puede desoír los puntos de vista del otro cuarenta y seis por ciento. Sobre todo cuando sus actos de gobierno condicionan un futuro con mayorías que quizás no le pertenezcan.
Esas son las razones por las que me obsesiono últimamente con una democracia de consensos, de correcciones diarias y marginales y no de batallas parciales en pos de una pretendida utopía final, una revolución, que encierra en definitiva la ilusión de ganar la batalla y silenciar definitivamente al otro. Ni más ni menos que a la mitad de un país. Hemos aprendido con tragedias nacionales las consecuencias irreparables de desaparecer y exiliar al otro. Tampoco sirve silenciarlo o ningunearlo.
La Patria siempre somos todos. Los que nos caen bien y los que no.
Censuro a CFK cuando dice que la Patria es el otro. Pero no debería serlo sólo cuando el otro es víctima vulnerable, sólo cuando su estado de necesidad nos da la oportunidad de ejercer, magnánimos, la grandeza de la solidaridad, su goce. En la solidaridad también hay ego, pero nos hace nobles. La Patria también es el otro cuando nos devuelve un espejo imperfecto de nosotros mismos. Por ejemplo, cuando el otro expone los puntos débiles del poder y le habla de igual a igual y le exige el cumplimiento de las obligaciones que el poder elude. La Patria también es el otro cuando el otro reclama ser escuchado, exige consensos, demanda calidad democrática y se planta como ciudadano libre y racional.
Por todo esto, hoy, sin pechera de ninguna clase, a la distancia circunstancialmente, y sin insultos contra las instituciones en la punta de la lengua, adhiero a la marcha con el fervor de siempre querer más y mejor para todos.

sábado, 13 de abril de 2013

Estimulante solidaridad en tiempos de división constante

Por Ariel Torres




Quiso la causalidad que después de las trágicas inundaciones ocurridas los primeros días de abril en Buenos Aires, alguien me acercó un libro que hacía rato quería leer: Un paraíso construido en el infierno: las comunidades extraordinarias que surgen en los desastres, escrito por la periodista norteamericana Rebecca Solnit. Premiado como uno de los mejores libros de 2010, estudia las reacciones de las sociedades ante desastres naturales llegando a la conclusión de que todas tienen algo en común: producen comunidades, pequeños paraísos donde la gente, de forma espontánea y autónoma, genera cadenas de solidaridad y ayuda a los demás.
Al entender de la escritora, en estas situaciones tan complejas y adversas los vecinos se convierten en amigos, casi familiares, y la ausencia de gobierno o de una respuesta estatal ante el desastre no conlleva un estado de anarquía y de guerra sino que da lugar a la cooperación. Esa que surge natural y espontáneamente. La respuesta ante el desastre no es organizada de arriba hacia abajo sino que surge de las iniciativas de la sociedad civil, donde ciudadanos comunes logran estar a la altura de las circunstancias. La alienación social se desvanece horizontalmente ante la reacción solidaria.
El argumento en sí mismo tiene enormes implicancias ya que obliga a repensar la naturaleza humana. En el fondo, la periodista pone en duda la teoría hobbesiana según la cual el ser humano es intrínsecamente egoísta. En aquella visión apocalíptica, ante la ausencia de un gobierno que establezca el orden, el hombre terminaría en una guerra de todos contra todos. Pero la investigación asoma una luz sobre las comunidades de solidaridad que surgen del desastre, ya que sugieren que -al igual que las máquinas- éstas restablecen su configuración original después de un corte de energía, los seres humanos se vuelven a algo altruista, comunitario, ingenioso e imaginativo después de un desastre, que volvemos a algo que ya sabemos hacer.
Si nos atenemos a los hechos que siguieron a la terrible inundación, éstos parecen corroborar sus conclusiones. Los medios recogieron numerosos relatos, y yo escuché algunos personalmente, de gente que puso en riesgo sus vidas para salvar a otros, que abrieron sus hogares para albergar a desconocidos, que compartieron comida cuando no alcanzaba ni para ellos. La ayuda, además, no tardó en aparecer: cientos de personas fueron a supermercados a comprar alimentos u otros productos de primera necesidad y los llevaron a distintos puntos encargados de recolectarlos y transportarlos. Cientos de voluntarios ayudaron a clasificar y ordenar estas donaciones, aparecieron camiones y choferes que se ofrecieron a llevarlas a donde hicieran falta, se organizaron recitales y jornadas de teatro a beneficio de los afectados, y más. Todo en menos de tres días y sin una directiva oficial.
Tamaña demostración nos demuestra que, a pesar de una década de política entendida y pregonada como conflicto y división, hay otro país latente. Un país en el que las personas se ayudan entre sí, donde los valores de la solidaridad y del amor al prójimo están en el centro de la escena. Este país opera con valores radicalmente contrapuestos a la mezquindad habitual de muchos políticos y funcionarios. En una de sus apariciones en la ciudad de La Plata, CFK manifestó que "la patria es el otro". Es una hermosa frase, oportunamente utilizada, pero que no demuestra la capacidad de este gobierno para utilizar ese sentimiento como base de construcción política y proyecto de país de ahora en más.
Ni mucho menos. Los acontecimientos demostraron que la posibilidad del paraíso está dentro de nosotros como capacidad natural. El desafío es no esperar al desastre sino hacer del paraíso una realidad en tiempos normales.

viernes, 12 de abril de 2013

El necesario destino institucional de una nueva época

Por Ariel Torres



Hace no mucho tiempo, la sociedad argentina tomó conciencia de que la deuda externa era una timba manejada por usureros y que su crecimiento constante nos llevaba a la quiebra. Ese conocimiento institucional desembocó en un ambiciosol proyecto de "desendeudamiento", ideado por Néstor Kirchner y Roberto Lavagna  que tuvo -más allá de polémicas ideológicas y coyunturales- un importante consenso social. Esa política se tomó con la idea de volvernos autónomos de los organismos internacionales de crédito, para que ellos no pudieran dictar políticas económicas en nuestro país como había ocurrido en otros muchos tiempos.
Los años que siguieron parecieron darles la razón a quienes habían elegido aquel rumbo, sobre todo en comparación con la degradación económica que -ajuste tras ajuste y blindaje tras blindaje- fue hundiendo a Europa en un pantano que no ha dejado de tragarse empleos, y personas. Los bancos europeos y ciertas entidades supranacionales mandan incluso por encima de los gobiernos, y los malos resultados de esos recortes (unidos a la rigidez de una moneda única, vale decirlo) tiraron nafta sobre la fogoza idea kirchnerista de que el Viejo Continente no había comprendido cabalmente la razón profunda de su crisis.
Pero a pesar de todo este razonamiento aparentemente cabal, transformado directamente en sentido común de época, el país ha sufrido un inesperado golpe con las catastróficas inundaciones del 2 y 3 de abril. Ahondando en las razones del desastre, el argentino medio descubre ahora lo que apenas vislumbraba en la tragedia ferroviaria de Once. Allí se encontró rápidamente una explicación: la corrupción mata. Es decir, el Estado invirtió, pero el dinero no llegó a destino. Todavía, en esta conjetura, no había un problema de fondo. Tuvo que volver la tragedia para que la opinión pública descubriera por fin que los dos dramas estaban unidos por un mismo hilo conductor: la derrota del Estado tal y como fue concebido después del crack de 2001.
De todas maneras, pensar que la raíz de los problemas está únicamente en la corrupción no deja de ser un pensamiento tranquilizador, pero superficial como mínimo. Más allá de la saga de corruptores y corrompidos, que debe ser narrada y denunciada, está el diseño veraz o equivocado de la gran estrategia económica. Y digo: La Argentina es un coche de los años 60 al que no le cambiaron la pastilla de frenos, los cables, las bujías ni las cubiertas, y lo usamos a 170 kilómetros por hora. La situación es más grave aún, porque llevamos personas dentro. Y porque el coche nos conduce irremediablemente a la muerte.
De lo que estoy hablando, ni más ni menos -y es lo que está presente tanto en la red ferroviaria como en el sistema hídrico- es de la infraestructura de un país que creció a tasas chinas y que creyó que el Estado absoluto podía solucionar todas sus falencias. La tremenda absorción de dinero de estos años pródigos, que generó una falsa omnipotencia nacional, no alcanzó ni alcanzará para la colosal tarea que la Argentina dejó pendiente. Medida en cientos de miles de millones de dólares y a veinte años vista, conforma una suma inabordable si no se recurre a la inversión extranjera y a la toma de deuda en los mercados internacionales. Lo digo con amplio conocimiento de causa desde lo profesional, pero quiere la vida que esté trabajando circunstancialmente en Venezuela, en tiempos históricos, y con fenomenales regalías producto del petróleo, esta sociedad vive de una manera lamentable. Donde todo es Estado, donde nada es vida.
La nueva y trágica realidad, que recién comienza hoy a hacerse carne en los ciudadanos bajo el imperio del dolor, puede ser entonces la primera pieza de un dominó que lleve a un cambio de paradigma. A un nuevo sentido común de época. Es hora de analizar por qué la palabra "deuda" podría dejar de ser una mala palabra en la Argentina. Y empecemos por el principio.
La obtención de esos extraordinarios recursos que se necesitan si pretendemos cambiar el coche de los años 60 y detener las muertes masivas de los argentinos, requiere rearmar un marco regulatorio para los inversores: condiciones de flujo de fondos, contralores, tarifarios, maneras de repago de la inversión. Es decir, un código serio y racional que dé garantías a empresas dispuestas a elegirnos. Ese marco fue destrozado en 2002 y desde entonces sólo se utilizan parches arbitrarios y cambiantes. No existe prácticamente ningún área del servicio público que tenga reglas claras, por lo tanto la inversión privada se retiró.
Por supuesto que –de hecho- lo que surgió obligatoriamente fue la inversión pública, que en los primeros años del kirchnerismo tuvo una recuperación. El momento crítico sucedió cuando empezaron a flaquear los flujos de caja. Los gastos operativos se comen siempre a la infraestructura, por el simple hecho de que se vive el puro presente; no hay tiempo ni dinero para edificar el futuro. La variable de ajuste, en estas circunstancias, es la tarea pública de gran porte. Excepto algunas puntuales, el kirchnerismo no dejará obras relevantes que trasciendan a otras generaciones, cintas que cortarían otros administradores políticos del Estado, como sucede en cualquier país normal.
En ese rubro, el de la infraestructura productiva,  se anotan la energía eléctrica, los combustibles, puertos, aeropuertos, rutas, trenes, telecomunicaciones y, entre otras cosas, las grandes obras de tratamientos hídricos, cuya ausencia precisamente acaba de dejar un tendal de muertos y una irreparable devastación en la zona metropolitana. El stock de infraestructura de una nación es uno de los factores decisivos para su desarrollo. Está probado que la cantidad y calidad de los servicios públicos hacen mucho más productivo al sector privado y generan bienestar social. Y también que quienes sólo practican el cortoplacismo y renuncian al futuro acumulan, paradójicamente, cientos de muertos en el puro presente.
Puede parecer exagerada mi impresión pero, para que la administración nacional deje de ser -por ineficiencia y dogmatismo- un asesino serial, debería dar por culminada la fase del desendeudamiento, que tuvo efectos benéficos en un puento, pero que claramente ya cumplió un ciclo. La propia CFK pareció dar cuenta de esto en su discurso del 1° de marzo, cuando dijo que endeudarse para pagar deuda financiera o gasto corriente era nefasto, pero "tomar créditos para obras de infraestructura a una tasa aceptable" no estaba nada mal.
Acá la cuestión tiene que ver con el volumen de dinero que la Argentina precisa para arreglar el coche. Es altísimo, y el problema no se solucionaría ni con una drástica y descomunal reasignación de los recursos existentes. Con una caja exhausta y teniendo en cuenta que los actuales préstamos del Banco Mundial y el BID son simples migajas complementarias, sólo sería factible obtener semejantes fondos del mercado internacional, que a Uruguay y a Perú, por citar sólo dos ejemplos cercanos, les prestan a tasas aplanadas: es que el mundo está dispuesto a confiar en países que tienen commodities y que respetan las normas jurídicas y económicas.
Es posible también llevar a cabo obras con capitales mixtos y atraer a empresas extranjeras, que son aquellas que  tienen las billeteras más gordas, pero para eso es preciso cambiar la política exterior y recomponer la credibilidad perdida. Exactamente todo lo contrario de lo que se desprende de esta diplomacia enamorada de su propio ombligo, del cepo cambiario, del manicomio financiero, de la discrecionalidad como metodología y de las reformas de una Justicia que amenaza con no ser justa precisamente con quienes convendría asociarnos si quisiéramos detener la máquina homicida.
Con su plasticidad ideológica y su pragmatismo brutal, la pregunta es si el universo K podrá romper sus propios prejuicios y virar hacia una nueva etapa sin pensar que estas ideas son "neoliberales". Con todo y a pesar de esos rótulos que reflejan una ignorancia rancia, estas ideas son centralmente desarrollistas, sólo hay que preguntarle a Dilma Rousseff qué opina de ellas. Los organismos de crédito les vendían alcohol a los alcohólicos en los 90 y después medraban con su borrachera. Pero muchos países emergentes de América Latina han recuperado la lucidez y la sobriedad: ahora sólo toman lo que no puede hacerles daño, la dieta equilibrada que necesitan para alimentarse y crecer. Se puede volver al mercado sin volver a los 90; sin caer en las usuras ni en las ebriedades, y manteniendo la soberanía.
El problema –insisto con la idea- es que por ahora el coche va en el sentido exactamente contrario, a toda velocidad, con sus piezas añejas y oxidadas, cargado de argentinos inermes, rumbo a nuevos choques y a nuevas catástrofes.
Nuestro país se ha caracterizado por ser pendular: un día todos son privatizadores y otro día son todos estatistas. Una etapa verdaderamente novedosa de la política podría consistir en predicar la razonabilidad. El nuevo sentido común de la época podría ser simplemente el sentido común.
O más aún: el sentido propio. Sería realmente revolucionario.

miércoles, 10 de abril de 2013

Inkorregiblemente peronistas

Por Ariel Torres



Aunque nunca me fue posible confirmar la cita, se le atribuye a Borges haber señalado que el rasgo de familia de los peronistas no es la moralidad, precisamente. "Los peronistas -habría dicho el gran escritor- no son ni buenos ni malos... son incorregible". Definición ingeniosa, sin duda, pero no por ello inútil. Ser incorregible significa no poder ser distinto de lo que se es, ser incapaz de modificar los rasgos centrales de una identidad. Por lo tanto, es afirmar que los peronistas son idénticos a sí mismos o, de otro modo, que "son lo que son". Lejos de ser peyorativa o tautológica, esa definición ayuda a comprender la persistencia de una identidad que ha sido protagonista de la política argentina durante casi siete décadas. Persistencia misteriosa: a lo largo de esos setenta años sólo ha permanecido constante, en el peronismo, el hecho de que quienes lo han ido configurando dicen de sí mismos que son peronistas.


Se ha dicho alguna vez que el peronismo es todo y, por ello mismo, es nada. Lo ha sido todo: laborista y conservador, católico e incendiario de iglesias, confrontativo y negociador, violento y amable, desarrollista y neoliberal, solidario y predador. Incluso ha sido de izquierda y de derecha. Ha sido -es- tantas cosas que no es, de hecho, ninguna de ellas. Ya ni los peronistas se ocupan de intentar explicarlo.
De todos modos, los individuos siempre vienen provistos de una identidad. La sociología, la filosofía, la psicología y la ciencia política han desarrollado poderosas teorías para explicar qué es la identidad individual y colectiva, cómo se construye, en qué beneficia y en qué daña al individuo y al grupo. Las identidades son múltiples y variadas: es posible ser a un tiempo peronista, ingeniero, seguidor de Boca, homosexual y católico. Desde el punto de vista político, el principal factor para configurar la identidad era -según el amigo Marx- la pertenencia de clase. Aunque el tiempo mostró que esa perspectiva dejaba de lado demasiados elementos igualmente importantes, como las ideas, los valores y la cultura, Marx estaba fundamentalmente en lo cierto al colocar las ocupaciones de los individuos como el elemento central en la configuración de la identidad de las personas y de los grupos. Más próximo a nosotros, se demostró de qué manera las redes ocupacionales, pero también las sociales, generan nuestro hábitos, es decir el conjunto de prácticas y actitudes con que nos desenvolvemos y con el que interpretamos el mundo.
En el mismo sentido, el peronismo creó en su momento ese hábito y, gracias a eso, fue algo. Algo impreciso, contradictorio, de límites difuminados bajo la luz de brumosas ideas, alimentado por tradiciones ideológicas diversas y aluvionales, pero fue algo: fue la identidad de los trabajadores, de los subalternos; a la vez identidad de clase y conjunto de prácticas y actitudes de quienes, a mediados del siglo pasado, fueron admitidos en la sociedad. Pero de todo aquello, hoy sólo queda una afirmación identitaria vaciada de sentido. El gesto de pertenencia al grupo o, quizá peor, el recurso para la exclusión de quien no es parte de los propios. A la vez que la identidad, la diferencia.
Casi un letargo el viaje del peronismo hacia su actual realidad de indefinición ideológica, ausencia de programa político e indiferencia contractual con sus votantes ha exigido de sus líderes que sostengan encendida la antorcha de las creencias que configuran esa identidad cuyo rostro es cada vez más difuso. El combustible son los mitos y las mistificaciones: no la capacidad de convocar en torno de un programa, sino la necesidad de hacerlo en torno de hechos o figuras del pasado que susciten suficiente emoción y empatía para recrear la identidad del grupo y darle una cohesión que no encuentra en el presente ni puede proyectar hacia el futuro. Como es usual, iluminar es también oscurecer: mostrar algo es hacer que otra cosa no sea vista, que aquello que queda fuera del haz de luz permanezca oculto. El retrato de Eva Perón, exhibido en lo alto de la principal avenida de la ciudad de Buenos Aires, reproducido infinitamente detrás de cada discurso que emite el poder, no sólo quiere delimitar el espacio de la pertenencia; quiere también señalar que algunos son parte y otros son ajenos, y quiere también dejar en sombras lo que el poder no quiere que se vea. El simulacro, rasgo distintivo del Gobierno, es la contracara del disimulo. 
Paradójicamente, es posible decir que la simulación consiste en fingir que se es lo que no se es, y el disimulo, en fingir que no se tiene lo que se tiene, o que no se intenta lo que se intenta. El Gobierno simula y disimula. Simula a través de la mistificación del pasado para conservar vivo un espacio de identidad colectiva. Disimula sus intenciones y su naturaleza. Su naturaleza es la de la indiferencia, no sólo respecto de aquella identidad, del viejo hábito peronista que invoca como su propio origen, sino también la de la incapacidad, la de la imposibilidad de atender con una mínima solvencia sus obligaciones y sus compromisos. Sus intenciones -es razonable que las disimule- no son otras que conservar el poder y aumentar su riqueza.
Y he aquí la combinación más peligrosa: la falta de programa y el exceso de ambición. Es para ocultarla que el Gobierno proyecta su antorcha sobre un pasado mistificado, al que alimenta con una narrativa escandida de imposturas. Una narrativa que, sin embargo, está en disputa: por ella se pelean muchos de quienes reclaman para sí la titularidad de los mitos fundadores de la identidad peronista. Dirimida entre facciones que reivindican un mismo origen mitológico, y por tanto un origen antes emotivo que ideológico, la política argentina actual no se resuelve en las discusiones sobre los futuros deseables y posibles sino en las versiones del pasado que cada grupo reivindica como la fundación mítica sobre la que legitimar su presente, para sostener una identidad que se disgrega. 
Aunque sabemos hoy adónde condujeron las grandes utopías del siglo XX y sabemos también cómo concluyeron las pequeñas utopías argentinas, las ideas acerca de un futuro distinto del presente y de la necesaria crítica de la propia sociedad han dado forma no tan sólo a los movimientos utópicos (y a sus derivas totalitarias) sino también a las prácticas políticas concretas, reformistas o revolucionarias, de quienes han sabido ampliar los derechos de las personas y han contribuido a mejorar la calidad de las sociedades.
Lo relativo del peronismo actual es que, sea cual sea la fracción que tome la palabra, su utopía está en el pasado, ya que el futuro sólo puede ser imaginado como un retorno a 1945 o a 1973. El futuro imaginado con las formas del pasado es, en la vida religiosa, el paraíso perdido y recuperado: el vergel. En la vida política, es una distopía, o sea, lo contrario de la sociedad ideal, el deseo de lo indeseable. Es, literalmente, el pantano, como dolorosamente pudo comprobarse hace sólo unos días. Imaginar el porvenir bajo la forma del pasado hace que el futuro -cuyo advenimiento es inevitable- sea indefectiblemente el sitio de la frustración y de la pérdida. Fuentes de legitimidad para quienes carecen de ideas sobre el futuro, coartadas con las que se evita una crítica de un presente de cuyos vicios y derrotas son plenamente responsables, 1945 o 1973 no son entonces más que los nombres melancólicos que enuncian, como condena de fracaso, quienes controlan el poder político en un país tristemente empantanado.
Démosle a los peronistas el raro privilegio de no ser ni buenos ni malos. Pero que el peronismo, como partido político, sea incorregible es algo definitivamente malo. Aun si tiene dos ideas del pasado, no tiene ninguna idea del porvenir. La Argentina necesita, urgentemente, corregirse. Necesita urgentemente retomar la obturada posibilidad de pensar el futuro. Necesita imperiosa, definitivamente, dejar de ser lo que es.
Porque -nunca mejor dicho- el porvenir está por venir...

sábado, 6 de abril de 2013

Tercera temporada de un poder que no para


Por Ariel Torres

Por hoy dejo al economista de lado, y dejo que mi alter ego se fanatice con este juego de tronos que tanto me apasiona. Con aquella Canción de hielo y fuego, George Raymond Richard Martin me cautivó. Una obra magna, sin duda. Pero con Game Of Thrones me pasa que la siento como una mínima dosis de esa monumental serie de libros que leen repetidamente y de arriba abajo; apenas ese paso de las páginas a las imágenes que los fans siempre miramos a punta de desconfianza. Nada nuevo: sucede con J. R. R. Tolkien y la inconmensurable El señor de los anillos. Cuando esos libros reverenciados y estudiados al detalle van al cine, el recelo que nos invade es mayúsculo. 
Pero algo sacudió esos cimientos sólidos e imperturbables con el estreno mundial de la tercera temporada de esta serie, ocurrido el domingo 31 de marzo en la pantalla de HBO: la llegada a la trama de los acontecimientos narrados en Tormenta de espadas, el libro preferido de los fans entre los cinco que conforman la saga. Seremos nerds, pero con corazón; y desde que el 3 de junio de 2012 Game of Thrones se despidió con la épica imagen de Daenerys Targaryen como ama y señora de los pequeños y recuperados dragones que le habían sido obsequiados por el Master Illyrio Mopatis en ocasión de su casamiento con el Dothraki Khal Drogo (y que ya crecerán, escupirán llamaradas y todo eso: paciencia), la espera se les hizo interminable. 
Es que un hiato de nueve meses puede ser más que un parto. Pero todo llega y la nueva temporada, que en realidad consumirá la primera mitad de Tormenta de espadas, ya está aquí. Será "la El imperio contraataca de Game of Thrones". Algo así como el paso obligado por la médula de la historia, como sucedió con la película que promedió la saga inicial de Star Wars.   Es decir, estamos en un tramo importante del cuento, donde suceden cosas relevantes y, otra vez, habrá sangre. 
David Benioff y Dan Weiss, los creadores de la serie, dieron precisiones sobre la decena de capítulos que se vienen. Una cantidad que resulta siempre escasa, pero que en esta oportunidad ofrece el consuelo de que, en promedio, durará más de lo acostumbrado: unos 56 o 57 minutos, que a la larga, y sumándolos, entregará ese capítulo extra que históricamente reclamamos. En cuanto a la trama, lo que agregaron no es demasiado puntilloso pero sí prometedor. Weiss aseguró: "Llegan eventos de una magnitud que antes no habíamos tenido", mientras que Benioff subió la apuesta: "Hay una escena que no podemos revelar y que dejó al team que trabaja en la serie devastado. Nunca los vi tan emocionados. Y si esa escena tuvo un efecto tan grande en quienes la hicieron, creo que va a tener uno mucho mayor en el público", adelantó. 
De todas maneras conviene, antes de enfrentarse a estas nuevas entregas, ver Game of Thrones. A Gathering Storm, un corto de exactos 14 minutos que recapitula la segunda temporada, y donde productores y miembros del cast hacen un racconto que no para hasta poner a punto caramelo las ansias de ver lo que se viene, eso que en este mismo instante es entregado por la pantalla de HBO, un canal que ya anotó a Game of Thrones como la tercera serie más exitosa de su historia gracias a una base constante de más de 11 millones de espectadores solo en EEUU. Y qué se viene? Nada menos que el incremento del poder de los Lannister con la llegada de Tywin, patriarca y brazo fuerte de la familia, a Desembarco del Rey, donde gobierna su cobarde nieto Joffrey; la reacción por tal hecho de su hijo, el enano Tyrion (quizás el mejor personaje de la historia, interpretado por el gran Peter Dinklage); el avance desde el Norte de los Salvajes, con Jon Snow infiltrado entre sus filas y en escarceo amoroso con su captora, Ygritte; la amenaza constante de los Otros; la escalada de Dany Targaryen, que comenzará a reunir a su ejército de eunucos para reconquistar sus derechos de reinado; el viaje del "Matarreyes" Jaime Lannister bajo la férrea custodia de la caballeresca Brienne; la marcha lenta de la jurada venganza de la muerte de Ned Stark, de parte de su esposa Catelyn y su hijo, Robb, y mucho más. 
Todo, claro, con el objeto de desembocar en el premio mayor: el dominio total de Poniente, ese latifundio inabarcable dividido en siete reinos feudales y regido por un único Trono de Hierro. Ese que ambiciona poseer cada uno de los involucrados y que desata una trama de luchas, guerras, intrigas, muerte y traiciones. El mismo que significa el poder absoluto. 
Una apretadísima síntesis para enganchar a los pocos que aún no han desembarcado en esta serie particularmente atrapante.

jueves, 4 de abril de 2013

Lo que hay que leer después que baje el agua


Por Ariel Torres

No hay aún una cifra final de víctimas mortales de las recientes inundaciones y ya nos estamos tirando responsabilidades de un lado a otro por la cabeza. Mauricio Macri le echa la culpa al cambio climàtico y -obvio- al Gobierno, que no lo autorizó a endeudarse con los organismos de crédito multilaterales. El impresentable De Vido acusa -cuándo no- acusa al jefe de gobierno porteño por el estado calamitoso del sistema pluvial de la ciudad (que -claro- contrasta con la fabulosa mejora de la red ferroviaria). Los que chicaneaban al Pro desde La Plata ahora se preocupan, mientras en la Capital algunos respiran aliviados viendo las tremendas escenas platenses.
Macri, Scioli y también a CFK los tapó el agua. No existe explicación política ni de sentido común que les quite parte de la responsabilidad que tienen sobre las consecuencias de las inundaciones en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Es verdad que la enorme cantidad de agua caída en la ciudad, una parte del conurbano bonaerense y La Plata registró cifras inéditas, pero el dato más importante es que puso al descubierto las miserias políticas de casi todos.
Con cada tragedia olvidamos la anterior y sólo atinamos a deslindar responsabilidades, endilgándoselas a otro, o a aprovechar políticamente el momento para sobresalir a fuerza de hundir al adversario. Y no es esa la única reacción lamentable. Seguimos careciendo de capacidad para mirar todas las pérdidas que generan estas catástrofes de una manera más amplia.
Allá no tan lejos, y no hace tanto tiempo, con la tragedia de Once hubo una columna titulada en el diario La Nación titulada: "Los muertos de la mala política". La misma sostenía que "los motivos que hoy nos enlutan no son muy distintos de los que han causado otros episodios: una fenomenal desidia estatal que se viene acumulando desde hace mucho tiempo". Ahí están, para atestiguarlo, los fallecidos por: el choque de trenes de Once, la bengala de Cromagnón, el accidente de los chicos del colegio Ecos, los aludes de Tartagal, los derrumbes en la Capital, el conflicto del Parque Indoamericano, el asesinato de Mariano Ferreyra, Kosteki y Santillán, más todos los que perdieron y siguen perdiendo su vida anónimamente en accidentes de tránsito o como víctimas de la inseguridad.
Lo mínimo que hay que ver en todo esto, es un problema sistémico. Éstos y otros eventos que lucen inconexos están, en rigor, mucho más vinculados de lo que surge a primera vista. Por ejemplo, la falta de financiamiento barato para nuestro país atenta contra la realización de obras de magnitud. Hoy hay vecinos de la región que obtienen fondos del exterior a una quinta parte del costo que debe abonar la Argentina y hasta logran endeudarse en sus propias monedas. En nuestro caso mandan las dudas, que no sólo son externas sino también internas (o algún argentino se anima a pronosticar a cuántos pesos cotizará un dólar en cinco años?). Esa incertidumbre es, a su vez, consecuencia de apelar de manera recurrente a políticas económicas insostenibles que generan efectos tales como inflación alta e imprevisible, cepos cambiarios intolerables o mega-devaluaciones.
No vengo a golpearme el pecho como mucho y decir que la culpa de las inundaciones la tiene el aumento de precios porque no permite acceder a préstamos razonables. De hecho, en estos años de bonanza se han incrementado tanto los recursos que, si no se hubieran dilapidado, probablemente no haría falta siquiera endeudarse para hacer grandes obras. En la actualidad el presupuesto por habitante del que dispone el Gobierno es dos veces y media más alto en términos reales que en 2003. Pero si ni siquiera podemos aprovechar las épocas más favorables, es natural concluir que hechos tan tristes como los de estos días no son ni serán aislados sino más bien episodios recurrentes.
He aquí una verdad de perogrullo: durante mucho tiempo la degradación argentina pudo esconderse en aquello que fue construído previamente. El buen diseño original de nuestras instituciones enmascaraba su mala utilización. La educación y la salud públicas mantenían la ficción de la cohesión y la ausencia de conflictos sociales. La tradición empresaria argentina le permitía sobrevivir y emprender aún en contextos adversos. Los vetustos sistemas de transporte y la explosión de la red de telecomunicaciones mantenían relativamente interconectada nuestra extensa geografía. Hoy gran parte de ese stock de capital se ha consumido y ya no alcanza para amortiguar el golpe de cada nuevo escalón que descendemos.
Nuestro sistema político, que también se fue descomponiendo durante ese largo proceso de deterioro, no está constituido ya por partidos sino individuos, no usa ideas sino eslóganes, no tiene planes sino tácticas. La democracia, que tanto nos costó recuperar, no parece estar funcionando como un mecanismo que nos habilite a enfrentar nuevos desafíos de manera conjunta y hallar sus soluciones. Nuestra sociedad ya no encuentra cómo resolver problemas antiguos, acá reiterados pero superados en muchas otras naciones. Creo indudablemente que eso es lo que primero que hay que arreglar una vez que haya bajado el agua.
Habrá un antes y un después en el humor social de los porteños y los bonaerenses cuando terminen de procesar lo que acaba de suceder en las últimas horas. Recuerdo, en diciembre de 2010, cuando unas mil familias ocuparon el parque Indoamericano en reclamo de viviendas. El enfrentamiento entre los okupas y los vecinos de Villa Soldati y Villa Lugano dejó un saldo de tres muertos. El gobierno nacional y el de la ciudad se echaban la culpa entre sí. La Presidenta no quería enviar a la Policía Federal y Macri aducía no contar con la fuerza de seguridad mínima como para enfrentar la situación. Ambos terminaron siendo castigados por la mayoría de los consultados. El pedido más insistente era que dejaran de sacar ventaja política en el medio de los hechos de violencia. Menos de un año después, ambos ganaron las elecciones, pero eso no significa que un buen día el hartazgo acumulado los coloque fuera de la carrera del poder. En los últimos tres días murieron y sufrieron demasiados argentinos. Los suficientes como para que la jefa de Estado, Macri y Scioli dejen de pensar, por un momento, en su propio futuro político y se pongan a trabajar juntos, ahora mismo.
Hay una proclama del ácido Dr. House, que dice que toda muerte es indigna. Para aquellos a quienes les toca sufrir la pérdida de un ser querido toda muerte es también en vano, salvo que sea para salvar vidas más preciadas. Me obligo a creer que esta ridícula, inútil y evitable tragedia sirva para disparar reflexiones más profundas acerca del lugar donde poco a poco nos hemos ido quedando atrapados. 
Tenemos que ser capaces de construir algo nuevo. De crear un futuro distinto. Entre todos. Para todos. 


miércoles, 3 de abril de 2013

Los economistas deberíamos temerle a la mala praxis

Por Ariel Torres




Más o menos a mediados de 1975, una de las revistas especializadas en economía académica más prestigiosas del mundo, The American Economic Review, publicó en su edición número 65 un trabajo que tuvo impacto directo sobre la vida y la muerte de decenas de estadounidenses en los años siguientes. Conozco bien el caso porque fue en el basé parte de mi tesis, en los 80. Isaac Ehrlich, un profesor que actualmente da clases en la Universidad de Buffalo, realizó un cálculo econométrico en un trabajo titulado pomposamente: "El efecto disuasorio de la pena capital: una cuestión de vida o muerte". Ehrlich, una autoridad en el campo de la economía del crimen, concluía en su investigación que la pena de muerte contribuía a bajar -aunque en un margen leve- la cantidad de crímenes violentos en aquellos estados donde continuaba vigente.
A mediados de los 70, en varios de los estados del país del Norte se debatía si eliminar o no la pena capital, y los argumentos de Ehrlich fueron utilizados, con éxito, para que varias cortes supremas decidieran sostener la tan cuestionada figura. Múltiples revisiones posteriores demostraron que la econometría utilizada no permitía establecer una relación de causalidad inequívoca entre la pena de muerte y la disminución del delito. Ni mucho menos. De haberse sabido en aquel entonces, probablemente decenas de estadounidenses se hubieran salvado de morir en la horca, la silla eléctrica o por una inyección letal.
Les cuento esto porque el ensayo en cuestión fue rescatado recientemente por una de las estrellas de la nueva economía experimental, Joshua Angrist, profesor del MIT, para reforzar su argumento de por qué la economía está necesitando en forma urgente un "shock de credibilidad". Ni Angrist ni yo, en este caso, creemos que haya que endilgarle a Ehrlich "mala praxis", puesto que no soy un gran fan de culpar a los intelectuales por una mala idea. Se supone que los intelectuales deben ser libres, imaginar sets de medidas, y es decisión del público y de los políticos ver cuál o cuales se implementan. Ya quedó claro que Isaac Ehrlich no es muy bueno como econometrista, pero eso no quiere decir que sea un mal tipo.
Pero yendo al punto, el término "mala praxis" se instaló fuerte en las últimas dos semanas en el debate público, a propósito de la disparada del dólar paralelo - el blue, para los amigos- y de la actuación del Gobierno en la economía. La inestabilidad cambiaria hizo que los programas de actualidad se inundaran de economistas, un gremio que viene experimentando un profundo y creciente desencanto con las políticas oficiales, con total justicia, digo yo.
La crítica de la "mala praxis" tiene que ver con una macro que se deteriora más rápido de lo que se pensaba -en términos de desaceleración, aumento de inflación, parate de la inversión, de la creación de empleo y turbulencias cambiarias- en un contexto regional único (con un vecindario de América latina que crece con viento de cola), altos precios de las commodities , 10 años de suba acumulada del PBI a tasas chinas y presión tributaria en un récord histórico.
El amigo Angrist reconoce que las mejoras en credibilidad a la economía que pueden aportar los nuevos refinamientos econométricos, que apuntan a discernir mucho mejor relaciones de causalidad, son por ahora más aplicables a la micro que a la macro, dominada por sistemas complejos donde la "multicausalidad" lo contamina todo. Los nuevos trucos de los econometristas y los nuevos diseños experimentales sirven para definir mejor si la pena de muerte sirve o no para disuadir futuros delincuentes, pero tienen mucho menos poder de fuego a la hora hablar sobre qué es lo que verdaderamente determina la inflación.
Aplicado a la coyuntura argenta, la acusación de mala praxis se vuelve todavía más borrosa porque no hay un responsable único de la actual política económica. La culpa de la disparada del blue , por caso, es de Ricardo Echegaray por la suba del costo para el turismo en el exterior? De Mercedes Marcó del Pont por emitir y ampliar M1 (base monetaria) en su gestión 128%, lo mismo que subió el blue? De Guillermo Moreno por creer que puede combatir el desajuste de precios relativos llamando desaforado a Casa Piano o promoviendo una tarjeta para comprar en el supermercado, alimentos en cuotas? De Hernán Lorenzino por... bué, lo que sea que Lorenzino haya hecho o pensado en los últimos meses? 
Referido a los temas de multicausalidad, el economista, colega y amigo Roberto Frenkel suele citar una canción mexicana: "El día que la mataron, Rosita estaba de suerte: de seis tiros que le dieron, sólo uno era de muerte". Brillante.
El tan delicado tema de la mala praxis entre los economistas fue abordada en la Argentina por la especialista en epistemología (y economista, por cierto) Victoria Giarrizzo, profesora de la UBA e investigadora del Instituto Interdisciplinario de Economía Política. "Si un médico se equivoca, puede hasta ser suspendido de por vida. Si un ingeniero construye un edificio que se derrumba, es responsable por el fracaso de la obra. ¿Por qué en economía, donde las decisiones pueden afectar a millones de personas, no sucede lo mismo?", se preguntó Giarrizzo, con muy buen tino.
Porque hay responsabilidades claras y concretas, y en la UBA se sorprendieron al verificar, en una encuesta on line entre economistas, que la mayoría de los consultados está de acuerdo con que se cree algún tipo de reglamento ético.
Ahora, sobrevolando nuevamente la cuestiòn de la pena de muerte, con ingenio e insights sobre tema de comportamiento, hay economistas argentinos que lograron hacer aportes importantes a la discusión por la inseguridad. Con la voladura de la AMIA, el actual rector de la Universidad Di Tella, Ernesto Schargrodsky, pudo calcular el efecto de la presencia policial sobre los delitos contra la propiedad: es importante, pero se evapora a una cuadra de distancia, con lo cual solucionar el problema de los robos con más policías en la calle en la Ciudad de Buenos Aires sería una alternativa costosísima. Y Alfredo Canavese, un brillante académico que falleció en marzo de 2009, desarrolló un modelo en su momento en el que demostraba que las penas muy duras -incluida la de muerte-, cuando se aplican a delitos no tan graves y no hay gradualidad en la escala de condenas, producen el efecto contrario al deseado: los delincuentes pueden tener incentivos a optar por maximizar la violencia (matar a un testigo, por caso), porque el aumento de la pena, en el margen, no es tan grande.
Creo que el tema da para mucho más, pero lo iré desarrollando por partes. Los testimonios que vengo recogiendo al respecto me invitan a ensayar suerte... Y verdad.