Hoy es un día especial para mi. Muy especial. Hoy hace un mes que se murió mi papá, el viejo, mi viejo. Todos estos días de este último mes han sido especiales, tristes, sórdidos de a ratos, oscuros por momentos, descoloridos, átonos. Es la verdad. Varios me han preguntado -repetidas veces- si me pasaba algo; incluso, los más perceptivos se comunicaron de cualquier manera con un lacónico: "a vos te pasa algo, no?"
Entre tantas cosas que me dijo mi abuelo conforme yo crecía, una vez me aplomó una frase que se convirtió en una especie de Padre Nuestro para mi. El viejo me dijo: "El único amor incondicional que existe es vertical, m`hijo, porque uno mira hacia arriba y ve a su padre... y mira para abajo y ve a sus hijos. Todo lo demás -y abrió sus brazos- es negociable." En este mes de pensar en la muerte de mi papá, lo que en realidad he hecho ha sido tratar de dilucidar lo que su bajada a la tierra me transmitió.
Ese día, sentí muchas cosas, mucho de todo. Miré la tierra, sentí el aroma, percibí el aire, me invadió la tristeza, el llanto pugnaba por salir, de a gotas grandes, pero había algo más. Algo mucho más poderoso, que me tuvo clavado en la tierra un largo rato, hasta que me dí cuenta que se habían ido todos, menos mi hermano. Y los dos -los tres- allí, charlamos sin hablar un buen rato.
Soy el mayor, el primogénito, el que se lleva las primeras palmadas, el depositario de los primeros sueños, las primeras presiones, los primeros mandatos. El de la relación tensa, la mirada desafiante, la pelea a flor de piel. El de la necesidad de aprobación, de apoyo, de empuje, de absolución. El que se fue de chico, para nunca más volver. El que cortó el hilo, el que no dejó las migas de pan marcando el camino, el que quemó las naves.
Hoy sé lo que sentí ese día de la bajada de mi viejo a la tierra. La vida, mi vida, ha sido un escalar permanente, un subir y subir, y subir. Como la de todos. Pero en ese ascenso permanente, yo sabía que cada vez que me detuviera a descansar o a tomar aire, o a pensar, o a mirar hacia abajo para ver el camino recorrido, podía mirar hacia arriba y ver la guía, la cima, la punta de la pirámide. En esa punta siempre iba a estar mi viejo, mi papá.
Cuando bajó a la tierra sentí un montón de cosas. Sentí que esa tierra es la mía, una corriente de energía proveniente de mis orígenes, algo que jamás debí haber dejado, algo a lo que tengo que volver. Sentí algo de posta en el aire, algo del cacique que se muere y deja su lugar a quien está previsto que lo ocupe. La punta de la pirámide.
Por eso nada es como antes. Ya nada es igual. La percepción cambió. Hasta ese día sólo podía ver una parte de la historia, una parte de lo que hay, de lo que existe, una parte del espíritu, una parte del alma. Hoy lo veo todo con otra mirada.
Ya nada es igual. Estoy en la punta de mi pirámide. Es tiempo de enorgullecer a mis hijos para que sigan subiendo, hoy comienza de verdad.
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