Por
Ariel Torres
Se me complica bastante sentarme a escribir sobre la situación económica
argentina y no referirme a la brecha entre el dólar oficial y el dólar
paralelo. Muchos argentinos nos formamos acostumbrados a su existencia. Para
otros es algo relativamente nuevo. Es un axioma en economía el hecho de que el
índice de inflación –en un contexto como el nuestro- sea igual al 50% de esa
brecha cambiaria. Lo demás, el excedente, es mera especulación.
Desde las filas del gobierno se esfuerzan en
señalar que la moneda que se compra en el mercado marginal, el que hoy está
poniendo nerviosa a la mayor parte de los argentinos, no tiene incidencia en la
macroeconomía del país. "Es una actividad absolutamente ilícita que debe
reducirse a eso, es un hecho que debe verse desde el punto de vista de
cualquier delito", afirmó esta semana el ministro de Economía, Hernán
Lorenzino, en declaraciones a los medios. El funcionario se refirió así a la
suba que registró el dólar en el mercado informal, donde por estos días cerró en torno a los 6,50 pesos en su punta vendedora, con una diferencia mayor
al 40% respecto de la cotización oficial.
Nótese
que estamos en una brecha igual al 40%, lo que asegura –como mínimo- una
inflación del 20%. La llamada especulación que conforman los otros 6 o 7
puntos, a mi entender, son ya endémicos en nuestro país. Conforman una cuestión
cultural, que indica el “me cubro por las dudas”. La brecha cambiaria es la
consecuencia de la ausencia de una política macroeconómica que busque preservar
la estabilidad nominal combatiendo la inflación. Una ausencia que el Gobierno
intenta suplir a través de regulaciones e intervenciones sobre un número cada
vez más creciente de mercados.
Para
una gran cantidad de argentinos, el desfase entre la inflación y la
depreciación del peso significó y significa hoy un enorme incentivo a comprar
dólares percibidos como baratos. Esto sucedió sobre todo cuando se aceleraron
las compras por atesoramiento durante 2010 y los primeros meses de 2011. Pero a
medida que el Gobierno reaccionaba con políticas cada vez más intervencionistas
y mientras la inflación continuaba su curso, lo que era visto como barato
comenzó a ser visto también como escaso. Porque el accionar de las autoridades
"cuidando" los dólares generó una sensación de insuficiencia que
aceleró la velocidad con la cual se pretendía dolarizar flujos en pesos.
No fue
ésta la única consecuencia de esas medidas de política económica. Las trabas
transaccionales y las restricciones a importar generaron un enfriamiento
económico que se tradujo en recesión primero y ahora también en alguna incertidumbre
sobre los niveles de empleo. El cóctel de inflación, apreciación real (precios
en dólares más altos), recesión, tensiones laborales y trabas a los mercados
que generan más incertidumbre, produjo un incremento de la brecha entre el
mercado oficial y el paralelo.
Sin
embargo, ese no es el nudo de la cuestión. Lo que a mi juicio es lo más
importante son las consecuencias de esta brecha. El dólar en la Argentina es
unidad de cuenta, medio de pago (de grandes transacciones y de transacciones en
el mercado informal) y reserva de valor. O sea tiene todas las funciones de la
moneda oficial, el peso. Las funciones de unidad de cuenta (la moneda en la
cual se expresa o se piensa el valor de los bienes) y de reserva de valor se
magnifican cuando la inflación doméstica es alta. El rol del dólar como reserva
de valor (de ahorro) tiende a aumentar cuando no existen otras alternativas
percibidas como seguras que permitan protegerse de esa inflación. El mercado
informal o paralelo es el mercado al cual recurren los que quieren, en
presencia de las restricciones vigentes, dolarizar sus pesos excedentes y, como
se trata de un mercado desabastecido, sólo pueden hacerlo aceptando pagar un
precio hasta hace poco inimaginable.
La
dificultad primordial que desemboca en
esta situación radica en que el dólar es un bien que cumple todas las funciones
del dinero y que está en el corazón del sistema de precios relativos y de los
mecanismos de formación de expectativas de todos los argentinos. A esta altura
de los acontecimientos, ésto merece ser
recalcado. No es un fenómeno que afecta sólo a los actores que operan en el
mercado de cambios. La brecha afecta a todos. La incertidumbre sobre el valor
de los bienes, de consumo y de inversión, sobre el valor (el poder de compra)
del trabajo y de los ahorros que genera una brecha del orden del 40% en el
precio del dólar es una pesada mochila sobre la actividad económica. Confunde y
modifica criterios transaccionales, afecta expectativas y frena decisiones de
consumo y de inversión presentes y futuras.
Para
una gran cantidad de actores económicos el dólar ya no vale 4 pesos y pico, sino
6 pesos y pico. Aún cuando sea probable que la economía real no necesite una
cotización así elevada. Precios internacionales récord de las exportaciones
argentinas y un dólar que sigue relativamente depreciado en el mundo contra
casi todas las monedas con las que la Argentina comercia hacen posible que la
economía real pueda crecer con un precio del dólar bien inferior al del mercado
informal. Pero las expectativas de
devaluación no se van a moderar si la inflación no se frena.
Tenemos
no pocas razones para pensar –con cierta exactitud- que la evidencia empírica
del país muestra que se puede vivir con inflación alta y una brecha cambiaria
elevada por algún tiempo. Pero los costos de hacerlo también han sido
evidentes. Ignorar la inflación y los desequilibrios que produce, apostando a
controles cambiarios o mercados desdoblados (de hecho o de derecho), fue
siempre una receta infalible para que la actividad se resintiera, la inflación
se acelerara y para que la política económica, que generó la aparición y el aumento
de la brecha, deba ser finalmente corregida o abandonada.
Toda
vez que en nuestro país se intentó corregir al mercado por intermedio de la
“dedocracia”, los resultados económicos fueron tan desastrosos como los
políticos. Y –obviamente- la corrección siempre fue hacia arriba…
Anécdota: mientras que una señora de nacionalidad paraguaya
que trabaja cama adentro en una casa de un coqueto country del norte del Gran
Buenos Aires debe pagar cerca de 7 pesos por dólar para enviar el dinero a su
familia, quienes contratan sus servicios, gente de clase alta, consiguen a 4,5
pesos los dólares que serán gastados en un viaje familiar por gran parte de
Europa. Contradicciones del modelo nacional y popular.
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