No son pocas las veces en este último tiempo que me han preguntado que
pienso acerca de los golpes de timón –casi constantes- de nuestra presidenta. Es
un tema complicado, especialmente si tenemos en cuenta que el argentino medio
que antaño votó a CFK, hoy la demoniza.
Si la pregunta viene por el lado de si la presidenta cambió mucho en estos años, la respuesta es contundente: no. CFK sigue siendo CFK, una de las pocas personas dentro de la política vernácula que advirtió la contradicción en la que vive la ciudadanía en pleno, afanosa de libertad por sus bondades, pero reticente de sus responsabilidades intrínsecas. En extremo liberales para actuar como les plazca pero comunistas para que el Estado los asista, una especie de inmaduros concibiendo al país como un jardín de infantes donde divertirse.
Está claro que ha sido el propio gobierno quien fomentó la cultura del ocio como ningún otro, y eso explica en parte por qué se perdona lo imperdonable. Valga como ejemplo aquel escandalete por la pista de aterrizaje que el ex mandatario Carlos Menem construyera en Anillaco. En retrospectiva, era un poco de asfalto sobre un descampado, pero no sólo no le fue perdonado, sino que devino en un ícono de la corrupción de esos años. Ojo, que se entienda bien que no es una reivindicación del menemismo, que tuvo errores mucho más serios.
En esta última década, por ejemplo, el kirchnerismo y su corte soberana levantaron cadenas hoteleras sobre terrenos fiscales, y convirtió el avión presidencial en vehículo particular, gastando en combustible el equivalente a varias pistas de aterrizaje. Y el pueblo hizo silencio, o peor: lo avaló reeligiéndolo con un 54%. Pasó que la evidencia de la corrupción se hizo corriente. Skanska, Lázaro Báez, Boudou, Jaime, Madero Center, la Rosadita y la Rosada, Oyarbide, Fariña, Elaskar, las donaciones para inundados que no llegaron, y tanto más que se sucedió ininterrumpidamente, terminaron por posicionar el delito de guante blanco como algo cotidiano.
Todos tenemos en nuestra casa algún sillón con un tajo en el cojín, o
una silla con problemas de movimiento, o un jarrón emparchado. Sea lo que sea,
lo terminamos ignorando, pasándolo por alto sin espanto. Ese mismo mecanismo adoptamos los argentinos.
Nada nos sorprende, mutando al asombro en indiferencia, convirtiendo en aire
difícilmente respirable lo que a todas luces es robo calificado. Revisando a la
distancia esa gran obra de Edgar Allan Poe -La Carta Robada- se nota una
similitud de lujo: descubren a un ministro robando un documento. Allanan su
domicilio pero la carta no aparece. Para esconderla, el ladrón había apelado a
la más sagaz estrategia: dejarla sobre la mesa, sin ocultarla así nadie
repararía en ella.
Eso mismo nos pasa. Es tanta y tan evidente la corrupción que se fue volviendo invisible. Sólo lo novedoso sorprende. Escándalos, causas, denuncias en lugar de provocar, instalan la idea que nada puede hacerse frente a la calamidad. Cuando se empieza a elaborar un hecho, vuelve a paralizarnos otro similar. Así estamos, detenidos en quejas y llanto. Preocupados pero no ocupados, hallamos cierto confort en la derrota. No crecemos, nos preservamos. Al no involucrarnos, caemos en el escepticismo a punto tal de cuestionar hasta el régimen democrático.
En lugar de vivir la democracia terminamos padeciéndola. Y eso es porque
la hemos abandonado a su suerte. La recibimos con vítores hace 30 años y ahí la
dejamos. Se vaciaron el comité, la unidad básica y las convicciones, y se llenó
de indecentes vendiendo opresión disfrazada de protección.
Es notablemente triste la definición de la realidad, pero recordemos que
nunca es triste la verdad, sino más bien no tiene remedio. O sí.
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