sábado, 7 de junio de 2014

Corrupción o gobernabilidad, la trampa del postkirchnerismo

Por Ariel Torres


Existe un viejo dilema, ya convertido en paradigma, en el sistema político argentino, y es el hecho de construir una alternativa de gobierno eficaz por fuera del peronismo. En sus tiempos, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa -los dos únicos presidentes no peronistas desde el regreso de la democracia- fracasaron con distinta intensidad a la hora de edificar no ya una fuerza política superadora, sino simplemente una capaz de ofrecer la posibilidad cierta de una alternancia eficaz.

Tal como en aquellas épocas, hoy una dirigente proveniente del radicalismo empieza a acercarse a la Presidencia, impulsada por el hartazgo social ante la corrupción y la arbitrariedad de los actuales gobernantes. No obstante eso, Elisa Carrió ha emprendido su larga marcha con un andamiaje político incluso más frágil que el de sus predecesores, puesto que ya no existe un partido radical nacional y vigoroso, la única fuerza que desde el surgimiento del peronismo se acercó a su volumen político y social. Es aquí donde empiezan a surgir las dudas sobre la capacidad del inmenso desafío que aguarda a Carrió, porque no se trata sólo de ganar la elección –trámite de por sí difícil pero posible gracias a la suma de errores que comete el oficialismo- sino que al mismo tiempo que desafía y vence a un poder que se ha rebelado implacable, Carrió deberá emprender una tarea titánica: construir una nueva fuerza política nacional que le de sustento a su liderazgo.

La historia política de Argentina demuestra que no es una tarea imposible, pero un repaso por los líderes que han logrado semejante proeza con éxito y solidez, arroja nombres de vértigo: Juan Domingo Perón, Mao Tse-tung, Lech Walesa, y más cerca, Lula da Silva y su creación política, el Partido de los Trabajadores. Si bien hay muchísimos apellidos para agregar a esta lista, lo que queda claro en cualquier caso, es que el salto de calidad a dar sigue alto, bastante alto.

No es menor el hecho de que el verdadero desafío –y aporte- de Carrió tiene que ser ofrecerle a la democracia argentina una alternativa de gobierno al peronismo. Suena sencillo al oído pero es difícil, muy difícil. Tan imponente resulta, que si lo lograra, se convertiría automáticamente en una Estadista, de lo contrario será una presidente más, para sumar una nueva frustración y reforzar el vínculo disfuncional que existe desde hace 30 años entre los peronistas y el poder.    


En este sentido, Lula es un excelente espejo para analizar la importancia vital de construir la casa desde los cimientos. Primero una fuerza política y social de alcance nacional, y a partir de allí, tarde o temprano el gobierno llega, y cuando llega, existe el músculo para administrarlo.

A Lilita no sólo le falta una red de gobernadores, intendentes, legisladores provinciales y nacionales de la densidad del peronismo, sino que no dispone de una herramienta fundamental: una base sindical en la que recostarse. Si hay algo que su fuerza ha descuidado es la construcción al interior del movimiento obrero, un error gravísimo sólo entendible cuando llega el tiempo del conflicto. Algo que comprendieron Alfonsín y De la Rúa, cuando ya era demasiado tarde.

Si hacemos un poco de memoria, encontraremos en los anales de la política reciente el caso de Carlos “Chacho” Alvarez, que como peronista que es, entendió en su momento la raíz del problema y apostó a la CTA de Víctor de Genaro, la única experiencia sindical que con regular éxito logró erigirse como alternativa al sindicalismo tradicional de la CGT, aunque es inmenso el trayecto que le falta recorrer para acercarse a la representatividad de esa organización. No obstante, hoy la CTA está más cerca de los Kirchner que de Carrió. Resulta naturalmente influyente pensar que es por el pasado radical de Carrió.

A esta altura de los acontecimientos, resulta inmedible el impacto real de la corrupción en la decadencia argentina, esto es si es determinante o se trata de un factor que agrava una situación provocada por otras causas y, en caso de no existir o estar atenuado, tampoco habría garantizado el desarrollo integrado del país. Y sobre esa idea, que le quita entidad al problema de la corrupción, se monta el peronismo en sus periódicos cambios de piel. Es la coartada que le permite instrumentar los indultos masivos que instrumenta en cada relevo de liderazgo. Es lo que estamos presenciando con una transparencia encantadora, cuando Eduardo Duhalde habla del hartazgo de los gobernadores y líderes peronistas del estilo autoritario de los Kirchner.
Es notable como el problema de la corrupción está ausente en su discurso.

El peronismo se sabe y se comporta siempre como un partido de gobierno, se mimetiza con el Estado, al que llega a considerar como algo propio, y desde ese lugar ofrece ocuparse de “las cosas que de verdad importan”, como es la economía, el trabajo, la justicia social. El respeto a las instituciones o la corrupción, son en todo caso entretenimientos para almas sensibles y sobre todo, con mucho tiempo libre.



Ni lerdo ni perezoso, Duhalde visualiza allí a una nueva generación de “rebeldes” de las élites peronistas. Los Kirchneristas ya no son garantía de éxito electoral, y ya que su capacidad para conservar el poder ha comenzado a cuestionarse, Duhalde ve la oportunidad y se propone como el eje sobre el cual construir un nuevo orden que asegure la continuidad. No es curioso ni caprichoso el discurso unificado de Juan Carlos Mazzón: “si gana Lilita vamos todos presos”, para encolumnar a los peronistas detrás de Kirchner. “Si seguimos a Kirchner, perdemos las elecciones, el poder, y vamos todos presos”, es la idea que empuja Duhalde.

Hoy el fracaso peronista es más profundo, y se mide por la corrupción enquistada, que ha convertido a un movimiento que nació como la expresión política de los sectores más desposeídos, en una bizarra casta de millonarios que han perdido el rumbo, el coraje y el sentido de su existencia política. El fracaso incontrastable -y acaso imperdonable- es que allí donde han administrado el poder, han reproducido y agravado la pobreza y la marginalidad, alimentadas por un clientelismo asfixiante. El saldo de los últimos 25 años de democracia -un largo mandato peronista con breves interregnos radicales- es elocuente en ese sentido. Aunque tal vez una cosa esté relacionada con la otra.

El peronismo ha entendido que para conservar la hegemonía política, es necesario combinar fuerza y consentimiento en un equilibrio variable. Si sólo se basara en la fuerza sería imposible asegurarse el control indefinidamente, puesto que el consentimiento de los gobernados es crucial para darle sustentabilidad al sistema. Se suma a este dispositivo el soborno político y empresario, una espléndida vía para lograr adhesiones y evitarse problemas de manera poco cruenta. El kirchnerismo elevó esta práctica a la categoría de política de Estado, sacralizándola en un sistema fiscal centralista, última expresión de una muy opaca y mezquina mirada del poder.

El exceso y la desmedida han empezado a volver disfuncional este manejo, y el sistema está crujiendo. “La tasa del sistema sencillamente está muy alta, aquí hace falta un mani pulite como el que hicieron los italianos para bajarla, cuando la tasa de la corrupción se había disparado”, explicó un empresario, en un buen análisis crítico. Así la fuerza, expresada como espionaje, intimidaciones económicas y públicas, fuerza bruta o conflicto sindical, está agotando su capacidad de intimidación, porque ya no hay tantos buenos negocios para hacer. O mejor dicho, son cada vez menos y más cercanos al poder, los pocos que los hacen. O sea, la adhesión en las elites está en proceso de declive. Y la opinión pública hace tiempo que se cansó. Y un gobierno sin la adhesión de las elites y la mayoría social, está parado sobre el aire.


Pero este consenso anti Kirchner que se está cristalizando –como en su momento lo fue contra Menem-, encierra un inmenso riesgo. El hartazgo, la bronca, hasta la indignación, necesitan un canal que los metabolice en alternativa política consistente. El “cualquiera menos los Kirchner” es peligrosísimo, además de infantil. Las frustraciones que hoy se concentran en su figura son más profundas que sus particularidades personales y los exceden.


No es del perro del que hay que ocuparse, sino de la rabia.

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