martes, 5 de junio de 2012

Crónicas y apuntes sobre la muerte…


Por Ariel Torres



Dicen que la muerte es el final del camino. También dicen que ella está tan segura de vencer, que nos da toda una vida de ventaja. Frases, frases y más frases, algunas con verdadero sentido, otras con sorna, y muchas sin asidero.

Lo real y verdadero es que transitamos la vida como si nos perteneciera, como si el mundo girara a nuestro alrededor y como si no le debiéramos nuestra existencia a nadie. Un error monumental que pretendemos arreglar con nosotros mismos cuando nos toca el hombro, cuando se nos acerca, cuando sentimos su aliento… cuando perdemos a alguien cercano al alma.

Y ahí se nos llena el espíritu de preguntas, por no decir otra cosa.

Los mandatos y prerrogativas nos indican que de la muerte no se habla, que no se la trata, no se la toca, no se la nombra, y cuando pasa cerca hay que persignarse y encomendarse al altísimo, sin pensar demasiado en lo que hacemos o decimos. Creemos –erróneamente- que es algo que sólo les pasa a los enfermos o a los viejos, por una simple cuestión de que “así es como debe ser”.

Pero cuando ese molde se rompe, cuando las cosas no son así, cuando esa entidad se abre paso impiadosamente destrozando preconceptos establecidos por vaya a saber quien, nos hacemos una y mil preguntas. Quien no perdió a un amigo, un hermano, un ser querido en la plena juventud, que nunca debió haberse ido, que nos entristece más de la cuenta y nos deja pensando que si no hacemos todo ahora y ya… quizás no lo hagamos nunca. Pero vivir así sería imposible, un camino difícil de mantener, un ritmo que nos llevaría a la locura, y a la soledad.

En estos días he perdido a mi padre, y si bien estaba previsto dentro de las posibilidades de su estado de salud, la verdad es que yo no quería que se fuera. Y me ocupé de decírselo, de hacérselo saber. Pobre viejo, como si él hubiera podido hacer algo. Sin embargo, tengo la fantasía de que cada una de mis visitas le hacía bien, lo animaba, no lo dejaba entregarse para no sufrir más. Porque ese sufrimiento a veces trasciende los dolores físicos, y se estaciona del lado del cansancio y de la indignidad de llevar adelante una vida de penurias, convirtiéndose en una ausencia de libertad y decisión. Es allí cuando empieza la pelea con la mente, porque cuando la lucidez está presente, uno se cuestiona si vale la pena vivir así… y cuando las sombras ganan el pensamiento, pues nada importa porque el mundo se transforma en ese halo de fantasía en que se internan los pensamientos cuando se desconectan de la realidad.

Y nosotros, los que estamos, los que queremos que no se vaya, que se quede a nuestro lado, que nos acompañe más tiempo, nos vamos entristeciendo al mismo tiempo en que su vida se va apagando, dándole la bienvenida a los tiempos de la resignación. O eso me han contado, porque no estuve allí, no quise estar, no quise tener en cuenta todo lo que sé, lo que leí, lo que me contaron, lo que especulan los que nunca pueden quedarse callados, lo que inventan los que lo saben todo o lo que simplemente dicen los que no tienen nada más para decir.

Hice lo que pude, que siempre será poco y nada; dije lo que se me ocurrió, que nunca será suficiente para que mi alma quede tranquila; y esperé lo imposible, para que mi espíritu entienda lo inentendible de estas cosas: que mi viejo ya había empezado a irse cuando comprendió que jamás dejaría la cama, que ya no volvería a caminar, que había perdido la independencia de sus movimientos.

Y cuando su voz comenzó a apagarse, empecé a rezar, a orar, a enojarme con Dios por su decisión inapelable, que jamás entenderé ni podré conformarme con esa frase tan idiota: “es la ley de la vida”. La ley no es vida, y la vida no es ley, así que esa es una frase más dentro del cúmulo estúpido de frases hechas que repite la gente cuando las ideas se ausentan.

A pesar de todo, no logré prepararme para su partida. Su deterioro no me sirvió para pensar que era mejor así, y las noches en vela mirando su pecho subir y bajar con mucho miedo a que su respiración se detuviera tampoco me hizo pensar que su tiempo se terminaba. Mi egoísmo y mi terror a quedarme sin su última palabra no me dejaban siquiera considerar que todo estaba encaminado.

Lo que siguió forma parte del horror que los humanos hacemos con los despojos de los que se van, sometiéndonos a celebraciones fatuas de sentido y pobladas de lágrimas y momentos tan desgarradores como ausentes de sentido, sobrevolados por la hipocresía.

Pero todo se puso en su lugar cuando mi viejo bajó a la tierra, esa misma que lo vio nacer, su tierra, la que siempre pisó… negra, buena, fértil, con buen aroma, textura casi virgen, llena de vida. Esa tierra se abrió y lo recibió, y me permitió ahí sí, llorar hasta que los ojos dolieron y los músculos se hincharon de sangre viva, porque siento su legado, su alma envolviéndome, su espíritu cuidándome a partir de ahora.

Y la promesa de vernos pronto…

1 comentario:

  1. Sabes que sin querer tus palabras me ayudaron mucho, es un camino difícil pero ahi queda esa promesa...

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