Por Ariel Torres
Dicen que la muerte es el
final del camino. También dicen que ella está tan segura de vencer, que nos da
toda una vida de ventaja. Frases, frases y más frases, algunas con verdadero
sentido, otras con sorna, y muchas sin asidero.
Lo real y verdadero es que
transitamos la vida como si nos perteneciera, como si el mundo girara a nuestro
alrededor y como si no le debiéramos nuestra existencia a nadie. Un error
monumental que pretendemos arreglar con nosotros mismos cuando nos toca el
hombro, cuando se nos acerca, cuando sentimos su aliento… cuando perdemos a
alguien cercano al alma.
Y ahí se nos llena el espíritu
de preguntas, por no decir otra cosa.
Los mandatos y prerrogativas
nos indican que de la muerte no se habla, que no se la trata, no se la toca, no
se la nombra, y cuando pasa cerca hay que persignarse y encomendarse al
altísimo, sin pensar demasiado en lo que hacemos o decimos. Creemos
–erróneamente- que es algo que sólo les pasa a los enfermos o a los viejos, por
una simple cuestión de que “así es como debe ser”.
Pero cuando ese molde se
rompe, cuando las cosas no son así, cuando esa entidad se abre paso
impiadosamente destrozando preconceptos establecidos por vaya a saber quien,
nos hacemos una y mil preguntas. Quien no perdió a un amigo, un hermano, un ser
querido en la plena juventud, que nunca debió haberse ido, que nos entristece
más de la cuenta y nos deja pensando que si no hacemos todo ahora y ya… quizás
no lo hagamos nunca. Pero vivir así sería imposible, un camino difícil de
mantener, un ritmo que nos llevaría a la locura, y a la soledad.
En estos días he perdido a mi
padre, y si bien estaba previsto dentro de las posibilidades de su estado de
salud, la verdad es que yo no quería que se fuera. Y me ocupé de decírselo, de
hacérselo saber. Pobre viejo, como si él hubiera podido hacer algo. Sin
embargo, tengo la fantasía de que cada una de mis visitas le hacía bien, lo
animaba, no lo dejaba entregarse para no sufrir más. Porque ese sufrimiento a
veces trasciende los dolores físicos, y se estaciona del lado del cansancio y
de la indignidad de llevar adelante una vida de penurias, convirtiéndose en una
ausencia de libertad y decisión. Es allí cuando empieza la pelea con la mente,
porque cuando la lucidez está presente, uno se cuestiona si vale la pena vivir
así… y cuando las sombras ganan el pensamiento, pues nada importa porque el mundo
se transforma en ese halo de fantasía en que se internan los pensamientos
cuando se desconectan de la realidad.
Y nosotros, los que estamos,
los que queremos que no se vaya, que se quede a nuestro lado, que nos acompañe
más tiempo, nos vamos entristeciendo al mismo tiempo en que su vida se va
apagando, dándole la bienvenida a los tiempos de la resignación. O eso me han
contado, porque no estuve allí, no quise estar, no quise tener en cuenta todo
lo que sé, lo que leí, lo que me contaron, lo que especulan los que nunca
pueden quedarse callados, lo que inventan los que lo saben todo o lo que
simplemente dicen los que no tienen nada más para decir.
Hice lo que pude, que siempre
será poco y nada; dije lo que se me ocurrió, que nunca será suficiente para que
mi alma quede tranquila; y esperé lo imposible, para que mi espíritu entienda
lo inentendible de estas cosas: que mi viejo ya había empezado a irse cuando
comprendió que jamás dejaría la cama, que ya no volvería a caminar, que había
perdido la independencia de sus movimientos.
Y cuando su voz comenzó a
apagarse, empecé a rezar, a orar, a enojarme con Dios por su decisión
inapelable, que jamás entenderé ni podré conformarme con esa frase tan idiota:
“es la ley de la vida”. La ley no es vida, y la vida no es ley, así que esa es
una frase más dentro del cúmulo estúpido de frases hechas que repite la gente
cuando las ideas se ausentan.
A pesar de todo, no logré
prepararme para su partida. Su deterioro no me sirvió para pensar que era mejor
así, y las noches en vela mirando su pecho subir y bajar con mucho miedo a que
su respiración se detuviera tampoco me hizo pensar que su tiempo se terminaba.
Mi egoísmo y mi terror a quedarme sin su última palabra no me dejaban siquiera
considerar que todo estaba encaminado.
Lo que siguió forma parte del
horror que los humanos hacemos con los despojos de los que se van, sometiéndonos
a celebraciones fatuas de sentido y pobladas de lágrimas y momentos tan
desgarradores como ausentes de sentido, sobrevolados por la hipocresía.
Pero todo se puso en su lugar
cuando mi viejo bajó a la tierra, esa misma que lo vio nacer, su tierra, la que
siempre pisó… negra, buena, fértil, con buen aroma, textura casi virgen, llena
de vida. Esa tierra se abrió y lo recibió, y me permitió ahí sí, llorar hasta
que los ojos dolieron y los músculos se hincharon de sangre viva, porque siento
su legado, su alma envolviéndome, su espíritu cuidándome a partir de ahora.
Y la promesa de vernos pronto…
Sabes que sin querer tus palabras me ayudaron mucho, es un camino difícil pero ahi queda esa promesa...
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