En otros
contextos, o en este mismo pero en otros tiempos, que uno de los más altos
cargos del Estado fuera acusado de apropiarse de la fábrica de papel moneda
sólo podría haber causado pesar y sorpresa; que se sugiriera de un ex
presidente que trasladaba bolsos con billetes debería haber resultado absurdo;
que fortunas inmensas transferidas a los concesionarios de los ferrocarriles se
hayan desvanecido en el aire debería haber sido incoherente. Sin embargo, aquí
y ahora nada de todo eso resulta sorprendente: podría no ser verdadero, pero es
verosímil: se non è vero, è
ben trovato, se dice en Italia.
Las conductas concretas de los
dirigentes de la sociedad argentina han corrido las fronteras de lo verosímil y
han instalado –una vez más- en el territorio de lo que es posible hacer,
prácticas que deberían ser completamente ajenas a lo imaginable. Cuando digo
"una vez más" quiero significar lo obvio: las muchas veces que ha
ocurrido; sin embargo, el kirchnerismo ha
sido, para esto, extraordinariamente pródigo, y ha contribuido de manera
sustancial al deterioro de una sociedad que no termina de encontrar el modo de
construir un futuro común.
Si digo
que ninguna especie animal ha desarrollado comportamientos sociales de la
complejidad y extensión que distinguen a la nuestra, no descubro nada. Es por
eso, quizás, que la biología y la cultura han contribuido realizando esfuerzos
enormes que permitieron la selección de rasgos cooperativos, sin los cuales esa
complejidad hubiera resultado imposible de alcanzar. Esa disposición para
cooperar -que no es exclusiva de los humanos- vuelve distintiva a nuestra
especie cuando se suma a otras dos habilidades: la comunicación y el
aprendizaje social.
“La
selección entre grupos humanos típicamente promueve el altruismo entre los
miembros de la colonia. Los tramposos pueden ganar dentro del grupo, quedándose
con una parte mayor de los recursos, o evitando tareas peligrosas o rompiendo
las reglas; pero las colonias de tramposos pierden frente a las colonias de
cooperadores" dice –y coincido- Edward O. Wilson, uno de los más
reconocidos biólogos de la actualidad. Así como la psicología evolutiva y la
biología de poblaciones han estudiado estas características desde la perspectiva
de la evolución, también la sociología ha intentado comprender la razón por la
cual nuestra especie produjo esa forma infinitamente elaborada de organización
que llamamos civilización, y que tanto para su conformación como para su
mantenimiento requiere inmensos esfuerzos individuales y colectivos.
En
términos evolutivos, el objeto de ese esfuerzo consiste en asegurar el mayor
éxito reproductivo posible para nuestra especie; en términos sociológicos, la
función del proceso civilizatorio es fundamentalmente la de reducir la
incertidumbre respecto del futuro.
Aunque
la conducta de los genes, se es fundamentalmente egoísta, el comportamiento
social es cooperativo, y ambos comparten un rasgo común: tanto las estrategias
evolutivas como las civilizatorias están orientadas al futuro. Esperanzadamente,
podría decirse que en el proceso de construcción de la civilización el lugar de
la fuerza es ocupado por la palabra: expresada como argumento, como contrato o
como ley, la palabra permite saber que los conflictos de valores, de ideas o de
intereses no pondrán en cuestión la existencia misma del futuro, como sí lo
hace la violencia que, ejercida sobre los cuerpos, cancela todo porvenir
posible.
En su
afán de brindar algunas certezas sobre las alternativas del porvenir, uno de
los rasgos principales del esfuerzo civilizatorio, consiste en el establecimiento de límites a
las acciones del presente: reducir la incertidumbre y actuar en función de
"un futuro mejor" exige definir qué conductas son posibles y cuáles
no lo son. Pero lo posible, para serlo, debe ser antes verosímil, en el sentido
de que debe parecer posible, debe poder ser imaginado antes de convertirse en
realidad.
Esta sociedad
nuestras ha expandido las fronteras de lo verosímil hasta volver habituales y
casi naturales conductas, prácticas o situaciones que no deberían ser posibles,
y que alguna vez no lo fueron. Basta pensar en los recolectores de cartón entre
la basura en la ciudad de Buenos Aires: lo que fue una respuesta urgente y
desesperada en el momento de la virtual desintegración del Estado y del colapso
de la sociedad, se convirtió en algo cotidiano. Aquello que no podía ser
pensado se vuelve verosímil; lo verosímil, posible, y lo posible, real. Y lo
real, una vez normalizado, convertido en algo natural, adquiere la apariencia
de ser justo o, cuando menos, de ser algo que es parte del orden de las cosas:
formas inadmisibles de la miseria, pero también modos más vastos de la anomia o
de la corrupción como los que son, hoy, frecuentes entre nosotros.
A
medida que las evidencias se acumulan se modifica el grado de creencia en una
hipótesis, así las conductas individuales y colectivas se van modificando de
acuerdo con la espesura de aquello que es verosímil o que es inverosímil en
cada momento. La conducta individual y colectiva no se rige solamente por lo
que está prohibido, o lo que es ilegal, sino por lo que no puede ser pensado
porque la cultura lo expulsó, aunque más no sea provisoriamente, del campo de
lo posible.
De
alguna manera, la restricción de las fronteras de lo verosímil es la condición
de posibilidad del futuro; lo que orienta las decisiones del presente en
función de incrementar la probabilidad de que el futuro sea algo mejor. Y, si
bien no es fácil decidir qué significa "mejor", quizá sea posible
acordar en que el futuro será mejor que el presente en la medida en que los
problemas que debamos resolver entonces sean diferentes de los problemas que
debemos resolver hoy y de los que debimos solucionar ayer.
Sin
embargo, la Argentina parece decidida a confrontar siempre con problemas
semejantes. Para muchos, esos ciclos de repetición y de fracaso son la
reiteración de la condena que los envía a la miseria y al abandono. Para otros,
son el fundamento del escepticismo respecto del destino común. Para casi todos
son una franquicia para el ejercicio del cinismo, un cinismo que vuelve posible
lo impensable, lógico lo absurdo, verosímil lo que nunca debería acontecer.
En los
últimos días, hablar de la decadencia de nuestro país se ha vuelto un tema
común. Todo aquello con lo que es posible cuantificarla lo confirma:
desigualdad, pobreza, ingresos, educación. Las sociedades humanas, a diferencia
de las colonias de insectos sociales, están compuestas por individuos
cooperadores que no son solamente, como los insectos, extensiones robóticas de
un mismo genoma. Las sociedades en las que predominan los tramposos, pierden
ante las sociedades de los cooperadores. Cuán fuertemente organizada y regulada
está una sociedad depende de la cantidad de cooperadores en oposición a la
cantidad de tramposos.
Hasta
tanto la clase dirigente no sea nuevamente virtuosa, hasta que no actúe en
función del futuro común, la tendencia de fracaso no podrá revertirse. Y, para
eso, es imprescindible restringir las fronteras de lo verosímil, hacer que
determinadas conductas no sean posibles, que determinadas conductas no puedan
siquiera ser imaginadas.
Volverlas,
una vez más, inverosímiles.
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