lunes, 27 de octubre de 2014

Cuando la quietud no es una opción

Por Ariel Torres



Cuando el sol se hace presente a pleno en esta parte del mundo, sentarme a disfrutarlo me invita a leer y pensar otras cosas además de lo natural de mi profesión. Voy a arrancar diciendo más allá de las muchas divisiones que podemos hacer, acerca de las personas, la más básica, primordial y bastante saludable discriminación, es aquella que expresa que la humanidad se divide en dos clases de personas: las que creen que tras la vida terrena nos espera alguna forma de trascendencia y las que piensan que todo se acaba aquí mismo. Tengo otra muy buena que reza lo de que nos dividimos en lobos y corderos, pero eso es para otro análisis. De todas maneras, el criterio que se emplee en una clasificación de este tipo siempre dirá más acerca de quién lo postula que sobre el género humano. Sólo somos capaces de ver afuera aquello que llevamos dentro. Aunque a veces, ni eso.
En cierta oportunidad, no hace mucho, viajando en el subte de Buenos Aires, una mujer que se abría paso en el vagón lleno de gente apoyó –poco gentilmente- su hombro en mi espalda y me obligó a correrme de mi espacio. Era la segunda vez que lo hacía. En la primera, obviamente, se había abierto paso en dirección contraria. En ese momento, en ese viaje poco ortodoxo pero común, me di cuenta que podía intentar una discriminación un poco más mundana. Paso a explicarlo:
Evidentemente la mujer pertenecía a una especie típica de los usuarios del transporte público: la de aquellos que no pueden quedarse quietos. Aunque no quede resquicio, ellos mascullan un insistente "Permiso" y se escurren entre los pasajeros apretujados, obstinados en llegar siempre más allá. Van dejando en el camino un reguero de codazos y pisotones que impactan en aquellos que pertenecen a la especie contraria, la de los que sí saben quedarse en un lugar, de camino adonde van. En las horas pico se libra una sorda batalla entre unos y otros en los vagones de cualquier transporte de rieles, en casi cualquier lugar del mundo.
El ejemplo me sirvió para advertir que lo mismo sucede en el mundo exterior, y la clave pasa por ir más allá de lo visible: más que en el desplazamiento insomne al que se entrega media humanidad, hay que indagar en la fuerza que lo impulsa. Volviendo a la mujer, que fue hacia adelante y luego volvió sobre sus pasos con la misma inútil determinación, me obligó a preguntarme adonde quería llegar, qué la impulsaba, si todo el vagón estaba igual de repleto. Qué es lo que mueve a los que no pueden estarse quietos? Mi primera respuesta tentativa es la convicción de que más allá, adelante, hay un lugar mejor que el que ocupan. Para ellos, como dice el título de una novela muy buena: la vida está en otra parte. Siempre.
En cambio a nosotros, los quietos, nos alcanza con el rayito de sol que se filtra por la ventanilla, con la película de nuestros pensamientos o con el hueco abierto entre nosotros y la espalda del vecino, apto para abrir el libro contra el pecho. Además de saber que no tiene caso trasladarse, pues el trabajo, a pesar de los esfuerzos del Gobierno por evitarlo, lo hace el tren.
En otra oportunidad, hace unos días, iba en auto al centro con alguien. El tráfico avanzaba a paso de hombre por una avenida cuyo nombre no retuve. Impaciente, mi compañera de viaje –que conducía el auto- vio un claro y aceleró para salir a otra calle, en la que las cosas no estaban mucho mejor, y optó por probar calles secundarias. Ante cada obstáculo -una barrera baja, el carro de un cartonero- giraba, y tras un largo periplo fuimos a dar, no sé cómo, a una calle por la que desembocamos en otra avenida, por donde circulaba, lenta… la caravana de la que habíamos escapado.
-¿No era esa la señora de anteojos con el perro al lado, que venía adelante nuestro en la avenida no-me-acuerdo-el-nombre? –pregunté, juro que sin ironía.
La conductora –a la que aparentemente el dato le pareció irrelevante- sin mirarme, me dijo:
-Lo importante es que nos movimos.
Es menester entender que hay toda una filosofía en esa frase. Charlando con una vieja amiga sobre los renovados hábitos a los que nos conduce la primavera, me contaba que había observado su jardín “un poco raro” y se le antojó un cambio. Inmediatamente, se pudo a abrir canteros donde el año anterior los había cerrado y cerrar los que había abierto. Mi amiga, una mujer ciertamente centrada y paciente, trasplantó los agapantos allí donde estaban los jazmines, y viceversa, con el mayor de los esmeros. Tanto que quedó con la espalda en una lágrima. Pero más le dolía la certeza de que el próximo fin de semana la esperaba la tarea de devolver los jazmines cerca de las dalias y de dar a los agapantos un sitio “más satisfactorio”.
Conclusión de esta nada habitual línea de pensamiento de hoy: es natural y hasta bueno que quietos e inquietos se junten, de hecho lo aliento. La naturaleza tiende al equilibrio. Evita así los vicios de los extremos: el conformismo, en los primeros; el desasosiego, en los otros.

Sólo unos pocos tienen el don de saber hacer el movimiento exacto en el momento preciso. O al menos, eso creen.

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