Cuando el sol se hace
presente a pleno en esta parte del mundo, sentarme a disfrutarlo me invita a
leer y pensar otras cosas además de lo natural de mi profesión. Voy a arrancar
diciendo más allá de las muchas divisiones que podemos hacer, acerca de las
personas, la más básica, primordial y bastante saludable discriminación, es
aquella que expresa que la humanidad se divide en dos clases de personas: las
que creen que tras la vida terrena nos espera alguna forma de trascendencia y
las que piensan que todo se acaba aquí mismo. Tengo otra muy buena que reza lo
de que nos dividimos en lobos y corderos, pero eso es para otro análisis. De
todas maneras, el criterio que se emplee en una clasificación de este tipo
siempre dirá más acerca de quién lo postula que sobre el género humano. Sólo
somos capaces de ver afuera aquello que llevamos dentro. Aunque a veces, ni
eso.
En cierta oportunidad,
no hace mucho, viajando en el subte de Buenos Aires, una mujer que se abría
paso en el vagón lleno de gente apoyó –poco gentilmente- su hombro en mi
espalda y me obligó a correrme de mi espacio. Era la segunda vez que lo hacía.
En la primera, obviamente, se había abierto paso en dirección contraria. En ese
momento, en ese viaje poco ortodoxo pero común, me di cuenta que podía intentar
una discriminación un poco más mundana. Paso a explicarlo:
Evidentemente la mujer
pertenecía a una especie típica de los usuarios del transporte público: la de
aquellos que no pueden quedarse quietos. Aunque no quede resquicio, ellos
mascullan un insistente "Permiso" y se escurren entre los pasajeros
apretujados, obstinados en llegar siempre más allá. Van dejando en el camino un
reguero de codazos y pisotones que impactan en aquellos que pertenecen a la
especie contraria, la de los que sí saben quedarse en un lugar, de camino
adonde van. En las horas pico se libra una sorda batalla entre unos y otros en
los vagones de cualquier transporte de rieles, en casi cualquier lugar del
mundo.
El ejemplo me sirvió
para advertir que lo mismo sucede en el mundo exterior, y la clave pasa por ir
más allá de lo visible: más que en el desplazamiento insomne al que se entrega
media humanidad, hay que indagar en la fuerza que lo impulsa. Volviendo a la
mujer, que fue hacia adelante y luego volvió sobre sus pasos con la misma
inútil determinación, me obligó a preguntarme adonde quería llegar, qué la
impulsaba, si todo el vagón estaba igual de repleto. Qué es lo que mueve a los que
no pueden estarse quietos? Mi primera respuesta tentativa es la convicción de
que más allá, adelante, hay un lugar mejor que el que ocupan. Para ellos, como
dice el título de una novela muy buena: la vida está en otra parte. Siempre.
En cambio a nosotros,
los quietos, nos alcanza con el rayito de sol que se filtra por la ventanilla,
con la película de nuestros pensamientos o con el hueco abierto entre nosotros
y la espalda del vecino, apto para abrir el libro contra el pecho. Además de
saber que no tiene caso trasladarse, pues el trabajo, a pesar de los esfuerzos
del Gobierno por evitarlo, lo hace el tren.
En otra oportunidad,
hace unos días, iba en auto al centro con alguien. El tráfico avanzaba a paso
de hombre por una avenida cuyo nombre no retuve. Impaciente, mi compañera de
viaje –que conducía el auto- vio un claro y aceleró para salir a otra calle, en
la que las cosas no estaban mucho mejor, y optó por probar calles secundarias.
Ante cada obstáculo -una barrera baja, el carro de un cartonero- giraba, y tras
un largo periplo fuimos a dar, no sé cómo, a una calle por la que desembocamos
en otra avenida, por donde circulaba, lenta… la caravana de la que habíamos
escapado.
-¿No era esa la señora
de anteojos con el perro al lado, que venía adelante nuestro en la avenida
no-me-acuerdo-el-nombre? –pregunté, juro que sin ironía.
La conductora –a la que
aparentemente el dato le pareció irrelevante- sin mirarme, me dijo:
-Lo importante es que
nos movimos.
Es menester entender que
hay toda una filosofía en esa frase. Charlando con una vieja amiga sobre los
renovados hábitos a los que nos conduce la primavera, me contaba que había
observado su jardín “un poco raro” y se le antojó un cambio. Inmediatamente, se
pudo a abrir canteros donde el año anterior los había cerrado y cerrar los que
había abierto. Mi amiga, una mujer ciertamente centrada y paciente, trasplantó
los agapantos allí donde estaban los jazmines, y viceversa, con el mayor de los
esmeros. Tanto que quedó con la espalda en una lágrima. Pero más le dolía la
certeza de que el próximo fin de semana la esperaba la tarea de devolver los
jazmines cerca de las dalias y de dar a los agapantos un sitio “más
satisfactorio”.
Conclusión de esta nada
habitual línea de pensamiento de hoy: es natural y hasta bueno que quietos e
inquietos se junten, de hecho lo aliento. La naturaleza tiende al equilibrio.
Evita así los vicios de los extremos: el conformismo, en los primeros; el
desasosiego, en los otros.
Sólo unos pocos tienen
el don de saber hacer el movimiento exacto en el momento preciso. O al menos, eso
creen.
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