Fuente: Jorge Fernández Díaz - LA NACION
Forzosamente debe temer
a muchos el que es temido por muchos, decía Séneca. Es por eso que las
apariencias engañan. Ni la perpetuación en el poder ni los delirios de grandeza
explican cabalmente los últimos movimientos políticos de Cristina Kirchner. Detrás
de sus arrebatos y dialécticas, de sus despliegues más o menos secretos y de
sus estudiados mohines de actriz se esconde el verdadero sentimiento que la
domina por estas horas: el miedo. Un monstruo de mil cabezas que a veces la
obliga a embadurnarse con Pancutan y a combatir el fuego con nafta, creando una
agenda avasalladora y por momentos hilarante: el incendiario no sabe combatir
las llamas y el prepotente es un débil que precisa transmitir fortaleza.
La patrona de Balcarce
50 tiene decidido, sin embargo, arreglar con los holdouts. Los detectives de
Paul Singer siguen buceando en los papeles flojos de la familia presidencial y
de sus socios más íntimos, y la máxima pesadilla consiste en despertarse un día
y advertir que parte de esa investigación decora la portada de The Washington
Post. Un escándalo mundial. A los kirchneristas sólo los calma el razonamiento
más o menos lúcido de que los buitres no harían esa jugada, sino como revancha
fatal cuando ya todo esté perdido; mientras tanto necesitan guardar sus cartas
y mostrarlas de a poco, y mantener el suspenso para que el Gobierno pague y
todo se olvide. Aunque, claro está, con las informaciones clasificadas nunca se
sabe. Porque las carga el diablo.
El segundo propósito de
un arreglo con esas aves consiste en levantar el default y acceder a créditos:
la Argentina necesita de manera urgente un salvavidas de 10.000 millones de
dólares para cruzar el río y evitar el naufragio. Ésta es la angustia más
grande que acosa los insomnios de Olivos: un derrumbe económico significaría
también una catástrofe judicial. Y la situación es crítica. El cepo cambiario
fue creado para proteger las reservas, que entonces rondaban los 46.000
millones de dólares. Ese invento autóctono hirió de muerte la inversión y las
finanzas del país. En diciembre calculan que quedarán unos 23.000 millones en
el Banco Central. Se habrán perdido a razón de treinta millones de dólares por
día hábil.
Las cifras que se van
conociendo también producen vahídos, y es falso que la jefa del Estado, obnubilada
por Kicillof, no tome nota del desastre. Hay un problema más intrincado: no
sabe cómo salir de la fosa que ella misma cavó. Las automotrices experimentaron
sólo en agosto una caída del 34%. La producción industrial retrocedió más de 4%
en un año, las exportaciones se contrajeron un 10%, la construcción se desplomó
un 2,3%, la inversión extranjera se redujo un 20%. Y, mientras tanto, en apenas
ocho meses el rojo de las cuentas públicas aumentó un 178%. El gasto público de
agosto se desbocó, y el déficit se triplicó y está descontrolado. La actual
estanflación se parece un poco a aquella hiperrecesión desesperante que supimos
concebir. Como ahora, entonces había en el poder enamorados de un dogma, que
nos iban hundiendo progresivamente en la impotencia. Ayer una cierta ortodoxia
estaba obsesionada con recortar. Cuanto más ajustaba, más se congelaba el
consumo y más declinaban la industria y el trabajo, en un aciago círculo
vicioso. Hoy, como reacción pendular, heterodoxos sin experiencia tratan de reactivar
gastando sin rigor, con lo cual emiten, producen inflación galopante, dañan el
consumo, hieren el empleo y no consiguen despertar al paciente de su letargo.
Se verifica una vez más que lo contrario de una necedad puede ser una tontería,
y que los argentinos podemos ser ineptos tanto a izquierda como a derecha.
Es por eso que la
polémica entre el Gobierno y el Coloquio de IDEA suena un tanto pueril y
anacrónica: el modelo murió, pero ya no es noticia puesto que eso aconteció
hace rato. Concediendo que la baja inflación, el cuidado fiscal, los superávits
gemelos, una moneda competitiva, un acuerdo internacional por la deuda y una
política exterior respetuosa constituían de por sí un "modelo" más o
menos exitoso en los albores del kirchnerismo almacenero, es imprescindible
recordar que poco después un populismo atolondrado se impuso, y que esas
variables fueron dinamitadas una por una. En su lugar, el oficialismo colocó
improvisación, remiendos, camelos y cachivaches. El resultado actual de esa
larga y pésima gestión le pone a Cristina Kirchner los pelos de punta: llegan
de todas las provincias y de vastos sectores del conurbano informes sobre
descontento social y posibles saqueos.
Cada vez que la
preocupación cala en los huesos, la doctora pone en marcha un callado viraje.
Todo debe hacerse discretamente, no sea cosa que la manada épica ponga el grito
en el cielo, la tache de conservadora y baje los brazos. La cruda realidad
también recorrió como un escalofrío la columna vertebral de Cristina el año
pasado, cuando el Central parecía una bomba de relojería. Bajo el imperio del
pánico, decidió arreglar con Repsol, el Ciadi y el Club de París. Giró con la
devaluación prendida en la solapa, pero más tarde las aguas se aquietaron, el
susto se diluyó y tras agasajar a Estados Unidos y a Europa los volvió a
sopapear para cubrir con epopeya cutre un error de estrategia y para sacarle el
jugo político al limón nacionalista: las encuestas la premiaron.
Este momento tiene
también un aire de familia con aquel breve interregno de lógica pragmática. A
la decisión de arreglar con los holdouts y regresar al mercado de capitales se
añade el lanzamiento del Código Procesal Penal, que al menos en su declamación
(la letra chica es otra cosa) intenta reconocer por primera vez en once años la
desprotección de la sociedad frente al delito. Lo hace, por supuesto, tratando
de sacarse de encima el cadáver del fracaso de su propia política de seguridad
y trasladando las culpas a quienes tienen muchas pero no todas: los jueces y
los fiscales. Por cadena nacional, Cristina mencionó conceptos que la alejan de
Zaffaroni y la acercan a Scioli: puerta giratoria, reincidencia, expulsión de
extranjeros. Sólo el pavor a los sondeos, donde también una mayoría lacerante
protesta por la impunidad criminal, explica esta reconversión retórica de
último minuto. La metamorfosis incomoda al CELS, a Carta Abierta y a algunos
muchachos sensibles como Jorge Taiana, que para no pegarle a la gran dama lo
sacude a su centurión, Sergio Berni.
El dato político fundamental
es que la Presidenta resolvió jugar con el menos malo: al motonauta le pondrá
un sparring para la interna, le copará las listas
y tratará de probar con el ilusorio apotegma "Scioli al gobierno, Cristina
al poder". El vacío y el miedo la conducen también a esta opción
electoral, que repugna al kirchnerismo puro, pero que fue conversada en el
Vaticano. El titán naranja responde a ese nuevo cortejo: acuerda con Máximo,
confraterniza con La Cámpora y sablea a los empresarios que antes comían de la
mano oficial y que ahora, ahogados por la crisis, merodean la queja. Los
hombres de negocios siempre contaron con la comprensión del pacifista de La
Plata, pero hoy son víctimas del más surrealista de todos los enroques:
Cristina hace sciolismo y Scioli se vuelve cristinista. Dios los cría y el
espanto los rejunta.
Con el miedo, la jefa
intenta dos cosas: administrar el propio e infligir el ajeno. No es una buena
nueva. El miedo nubla la razón, nada es más peligroso que un jabalí herido y
nadie es más fascista que un burgués asustado.