martes, 20 de agosto de 2013

Razones comunes de una caída

Por Ariel Torres




Desde Caracas, donde estoy trabajando por estos días, escucho y leo palabras que poco y nada tienen que ver con política, pero que sin embargo han definido las cosas en ese terreno: disparos, pan rallado, y zapallitos. Parece un mal chiste pero esas han sido las razones de la paliza electoral que sufrió Cristina Kirchner. En un lunes cualquiera de trabajo aquí, venezolanos y compañeros de otras latitudes me pidieron que les explicara el resultado de las urnas. Los argentinos en el exterior presumimos de saber más de lo sabríamos incluso si estuviéramos en el país, en un momento de candente política como este, pero muchas veces caemos en los mismos vicios que el gobierno de turno: hablamos sólo de batallas culturales, discursos ideológicos, instituciones manoseadas y populismo mal direccionado.
Sin embargo, hablando por teléfono con mi hija, me entero que su madre despotrica porque el sábado pasado un kilo de zapallitos le costó 35 pesos. Le pedí que me pasara con ella y me contó lo del pan rallado: una bolsita de un cuarto cuesta diez pesos porque –según me explica, con muy buen criterio- la harina es tan cara que las panaderías no tienen descarte; el pan es un artículo de lujo en este país. Eso no es todo, también me contó que unos vecinos –viven en el conurbano-  habían sido baleados durante una entradera, y se salvaron de milagro. Es algo que sucede todos los días sin que a nadie se le mueva un pelo, pero la cosa se vuelve peor cuando abajo hay necesidades.
En el escalón más bajo de la población hay necesidades básicas no satisfechas porque aumenta el desempleo y la precarización, caen las ventas y se consolida la marginalidad; porque los salarios crecen por debajo de la inflación y porque ese vil impuesto destruye la capacidad de compra y ahorro del hombre de a pie. El hombre común que -sin ideología- padece silenciosamente los castigos de una economía trastornada, y que alguna vez vivió una fiesta acotada del consumo, que se comió su capacidad de ahorro, si la tenía. Y que terminó. Todo esto produce un gran malestar que no se puede encuadrar específicamente. Desde ese malestar la mirada se vuelve hiperrealista: los actos de corrupción cobran dimensión de escándalo insolente y la agenda del poder demuestra ineptitud e insensibilidad.
Si entendemos por agenda, claro, la "democratización" de la justicia, el pacto con Irán, la ley de medios, la verborragia setentista y otros entretenimientos del "capital simbólico". Parece gente que viviera en otro planeta, puesto que están pasando cosas gravísimas y ellos hablan de temas incomprensibles.
Lo he dicho hasta el cansancio en los últimos meses: no es posible ni probable que la Argentina  marche hacia un colapso económico. No están dadas ni por asomo las condiciones para que eso ocurra, pero lo que hoy se experimenta de hecho es un crack en cámara lenta, un deterioro cortado  en fetas, una especie de laberinto financiero de imprevisible desenlace, y que se convierte en el centro del problema. Déficit fiscal, emisión desbocada, escalada inflacionaria, retraso cambiario, pérdida de la competitividad, caída de las reservas, desplome de la soja, ausencia de inversión y un flanco externo negativo. Algo así como un viento huracanado de frente con acompañamiento de una gestión que tiene mucho de estrafalaria e improvisada. El Gobierno no sabe cómo salir de las encrucijadas, y eso motoriza la profecía autocumplida. El impertérrito Kicillof y la siempre sonriente Mercedes Marcó del Pont fueron enviados a explicar que, a pesar del veredicto de las urnas, no modificarán el rumbo. Que desde hace rato es bastante incierto. Los muchachos de la Cámpora emitieron sendos comunicados de intransigencia absoluta y de arrogancia insultante.
Y CFK habló bajo emoción violenta, arropada en una arrogancia sin límites: no es posible juzgar seriamente su discurso, que es antológico por las peores razones.
Enterrada la reforma constitucional, lo que la presidenta enfrenta por estos días es una combinación inquietante de fragilidad política con tormenta económica. Recuerdo cuando en aquellos días de la 125, cuando en la intimidad de la Casa Rosada ya se pensaba que todo había sido un gran error y se admitía que estaban huyendo hacia delante, había algunos atisbos de realismo del más puro, donde los Kirchner evaluaban retirar la medida. Cristina blandía su famosa frase derrotista: "Si cambiamos, van a decir que somos débiles", y ya sabemos que la debilidad es el único pecado que el peronismo no perdona, y por eso la verdadera ideología del matrimonio gobernante siempre fue la fortaleza, incluso a cualquier costo.
El hecho de redoblar apuestas no tiene tanto que ver con las convicciones, sino con la necesidad incesante de parecer fuertes. Para que los depredadores cercanos no huelan el miedo del herido y los despedacen a dentelladas.
Sin embargo, en una oportunidad bien cercana, la presidenta se probó a sí misma que podía cambiar sin perder vigor. Sucedió cuando en veinticuatro horas pasó del odio visceral al amor total con el papa Francisco. Esa operación le permitió neutralizar una gigantesca corriente social que se le venía en contra, y fue acusada con toda justicia de oportunista e incoherente, pero nunca de débil. La pregunta en ciernes es si CFK podrá cambiar, más allá de los resultados de octubre y las rabietas neuróticas, y si podrá realmente tomar nota de la gravedad de la hora y a partir de esa nueva conciencia modificar lo que hace falta para ordenar el desquicio.
Nada fácil es una personalidad que de la bipolaridad está mutando a la psicópata histericidad de ver conspiraciones hasta debajo de la cama.
De todas maneras viene bien aclarar que el actual desorden económico no es de izquierda ni de derecha puesto que no hay modelo que lo resista. Y Cristina tiene que gobernar aún por dos largos años… y medio. La vida de los argentinos depende de cómo conducirá el barco, qué alternativas quirúrgicas decidirá y cuál será su prototipo de salida del poder.
Ya está más que claro que no será juzgada por sus logros, que para la corta memoria colectiva siempre son pasajeros y olvidables, sino por la actitud que adopte en estos finales de época propia. Algunos de sus antiguos compañeros de ruta que la conocen bien, piensan que no querrá pagar el costo ni transformarse en un cadáver político. Dejar una bomba de tiempo a la próxima administración tampoco parece apropiado; hay que recordar que los escombros de 2001 no sólo enterraron a la Alianza, sino a su irresponsable antecesor. Sacudir el mantel equivaldría a perder todo junto: poder, respeto, libertad y futuro. Hacer la plancha y seguir con los parches como si no pasara nada puede meterla en una espiral descendente y desangrarla hasta límites abismales, convirtiéndola en una sombra de sí misma.
La administración de esa decadencia amenazaría incluso con perjudicar a los peronistas disidentes que aspiran a sucederla y que se regocijan con que pague el festín pantagruélico que se comió, puesto que la sociedad podría asociar a todo el peronismo con su desgracia. Y no estaría del todo mal, por alcahuetes y oportunistas ellos también. Solo cabe recordad que no les fue nada bien a los candidatos de los partidos de Menem y Alfonsín que, aunque se presentaban con discrepancias y promesas de cambio, fueron expulsados por el electorado. Tanto Angeloz y Duhalde pueden testificar dolorosamente sobre este fenómeno. Un descenso paulatino pero sistemático hacia el pozo de la recesión podría terminar con el mito de que sólo el peronismo puede gobernar.
Son algunas de las razones por las que a la presidenta no le quede más chance que dejar de cavar en ese pozo que la enterrará sin piedad. Deberá intentar reconstruir sin complejos la confianza, la racionalidad fiscal y cambiaria, y la seguridad jurídica. Son consejos que le darían –no me cabe duda, si pudieran- Dilma Rousseff y Michelle Bachelet. Esos valores, que ahora al kirchnerismo le parecen neoliberales, no son distintos a los que proponía el mismo Néstor Kirchner al comienzo, cuando hablaba de un "país normal y previsible".
Hoy la Argentina se caracteriza por una anormalidad monstruosa.
Hay intelectuales y pensadores de la oposición, algunos referentes con mucha ascendencia en la sociedad, que creen que ese giro no es factible, puesto que Cristina quedó presa de su propio relato, de la auto adoración mítica, de entornos complacientes y genuflexos. Piensan acertadamente que los cristinistas morirán con las botas puestas. Pero yo la sigo desde su época de senadora guerrera, y tengo la impresión de que la muerte política no está en los planes de Cristina, y que pasada la ruborización del error, enfrentada a la historia, podrá evaluar una nueva epopeya: retirarse en alto y por la puerta grande.
Claro que para hacerlo, tiene que vencer muchos de los prejuicios que ayudó a cristalizar y luchar contra sus propios temores. El pueblo se aleja de ella a gran velocidad; los zapallitos y el pan rallado le ganan a la ideología. Y la violencia está tiñendo el celeste y blanco de un color que de tan conocido resulta impredecible: el miedo. 

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