Desde Caracas, donde estoy trabajando por estos días, escucho y
leo palabras que poco y nada tienen que ver con política, pero que sin embargo
han definido las cosas en ese terreno: disparos, pan rallado, y zapallitos. Parece
un mal chiste pero esas han sido las razones de la paliza electoral que sufrió
Cristina Kirchner. En un lunes cualquiera de trabajo aquí, venezolanos y
compañeros de otras latitudes me pidieron que les explicara el resultado de las
urnas. Los argentinos en el exterior presumimos de saber más de lo sabríamos
incluso si estuviéramos en el país, en un momento de candente política como
este, pero muchas veces caemos en los mismos vicios que el gobierno de turno:
hablamos sólo de batallas culturales, discursos ideológicos, instituciones
manoseadas y populismo mal direccionado.
Sin embargo, hablando por teléfono con mi hija, me entero que su
madre despotrica porque el sábado pasado un kilo de zapallitos le costó 35
pesos. Le pedí que me pasara con ella y me contó lo del pan rallado: una
bolsita de un cuarto cuesta diez pesos porque –según me explica, con muy buen
criterio- la harina es tan cara que las panaderías no tienen descarte; el pan
es un artículo de lujo en este país. Eso no es todo, también me contó que unos
vecinos –viven en el conurbano- habían
sido baleados durante una entradera, y se salvaron de milagro. Es algo que
sucede todos los días sin que a nadie se le mueva un pelo, pero la cosa se
vuelve peor cuando abajo hay necesidades.
En el
escalón más bajo de la población hay necesidades básicas no satisfechas porque
aumenta el desempleo y la precarización, caen las ventas y se consolida la
marginalidad; porque los salarios crecen por debajo de la inflación y porque
ese vil impuesto destruye la capacidad de compra y ahorro del hombre de a pie.
El hombre común que -sin ideología- padece silenciosamente los castigos de una
economía trastornada, y que alguna vez vivió una fiesta acotada del consumo, que
se comió su capacidad de ahorro, si la tenía. Y que terminó. Todo esto produce
un gran malestar que no se puede encuadrar específicamente. Desde ese malestar
la mirada se vuelve hiperrealista: los actos de corrupción cobran dimensión de
escándalo insolente y la agenda del poder demuestra ineptitud e insensibilidad.
Si
entendemos por agenda, claro, la "democratización" de la justicia, el
pacto con Irán, la ley de medios, la verborragia setentista y otros
entretenimientos del "capital simbólico". Parece gente que viviera en
otro planeta, puesto que están pasando cosas gravísimas y ellos hablan de temas
incomprensibles.
Lo he
dicho hasta el cansancio en los últimos meses: no es posible ni probable que la Argentina marche hacia un colapso económico.
No están dadas ni por asomo las condiciones para que eso ocurra, pero lo que hoy
se experimenta de hecho es un crack en cámara lenta, un deterioro cortado en fetas, una especie de laberinto financiero
de imprevisible desenlace, y que se convierte en el centro del problema.
Déficit fiscal, emisión desbocada, escalada inflacionaria, retraso cambiario,
pérdida de la competitividad, caída de las reservas, desplome de la soja, ausencia
de inversión y un flanco externo negativo. Algo así como un viento huracanado
de frente con acompañamiento de una gestión que tiene mucho de estrafalaria e
improvisada. El Gobierno no sabe cómo salir de las encrucijadas, y eso motoriza
la profecía autocumplida. El impertérrito Kicillof y la siempre sonriente Mercedes
Marcó del Pont fueron enviados a explicar que, a pesar del veredicto de las
urnas, no modificarán el rumbo. Que desde hace rato es bastante incierto. Los
muchachos de la Cámpora
emitieron sendos comunicados de intransigencia absoluta y de arrogancia
insultante.
Y CFK
habló bajo emoción violenta, arropada en una arrogancia sin límites: no es
posible juzgar seriamente su discurso, que es antológico por las peores
razones.
Enterrada
la reforma constitucional, lo que la presidenta enfrenta por estos días es una
combinación inquietante de fragilidad política con tormenta económica. Recuerdo
cuando en aquellos días de la 125, cuando en la intimidad de la Casa Rosada ya se
pensaba que todo había sido un gran error y se admitía que estaban huyendo
hacia delante, había algunos atisbos de realismo del más puro, donde los
Kirchner evaluaban retirar la medida. Cristina blandía su famosa frase
derrotista: "Si cambiamos, van a decir que somos débiles", y ya
sabemos que la debilidad es el único pecado que el peronismo no perdona, y por
eso la verdadera ideología del matrimonio gobernante siempre fue la fortaleza,
incluso a cualquier costo.
El
hecho de redoblar apuestas no tiene tanto que ver con las convicciones, sino
con la necesidad incesante de parecer fuertes. Para que los depredadores
cercanos no huelan el miedo del herido y los despedacen a dentelladas.
Sin
embargo, en una oportunidad bien cercana, la presidenta se probó a sí misma que
podía cambiar sin perder vigor. Sucedió cuando en veinticuatro horas pasó del
odio visceral al amor total con el papa Francisco. Esa operación le permitió
neutralizar una gigantesca corriente social que se le venía en contra, y fue
acusada con toda justicia de oportunista e incoherente, pero nunca de débil. La
pregunta en ciernes es si CFK podrá cambiar, más allá de los resultados de
octubre y las rabietas neuróticas, y si podrá realmente tomar nota de la
gravedad de la hora y a partir de esa nueva conciencia modificar lo que hace
falta para ordenar el desquicio.
Nada
fácil es una personalidad que de la bipolaridad está mutando a la psicópata
histericidad de ver conspiraciones hasta debajo de la cama.
De
todas maneras viene bien aclarar que el actual desorden económico no es de
izquierda ni de derecha puesto que no hay modelo que lo resista. Y Cristina
tiene que gobernar aún por dos largos años… y medio. La vida de los argentinos
depende de cómo conducirá el barco, qué alternativas quirúrgicas decidirá y
cuál será su prototipo de salida del poder.
Ya está
más que claro que no será juzgada por sus logros, que para la corta memoria
colectiva siempre son pasajeros y olvidables, sino por la actitud que adopte en
estos finales de época propia. Algunos de sus antiguos compañeros de ruta que
la conocen bien, piensan que no querrá pagar el costo ni transformarse en un
cadáver político. Dejar una bomba de tiempo a la próxima administración tampoco
parece apropiado; hay que recordar que los escombros de 2001 no sólo enterraron
a la Alianza ,
sino a su irresponsable antecesor. Sacudir el mantel equivaldría a perder todo
junto: poder, respeto, libertad y futuro. Hacer la plancha y seguir con los
parches como si no pasara nada puede meterla en una espiral descendente y
desangrarla hasta límites abismales, convirtiéndola en una sombra de sí misma.
La
administración de esa decadencia amenazaría incluso con perjudicar a los
peronistas disidentes que aspiran a sucederla y que se regocijan con que pague
el festín pantagruélico que se comió, puesto que la sociedad podría asociar a
todo el peronismo con su desgracia. Y no estaría del todo mal, por alcahuetes y
oportunistas ellos también. Solo cabe recordad que no les fue nada bien a los
candidatos de los partidos de Menem y Alfonsín que, aunque se presentaban con
discrepancias y promesas de cambio, fueron expulsados por el electorado. Tanto Angeloz
y Duhalde pueden testificar dolorosamente sobre este fenómeno. Un descenso
paulatino pero sistemático hacia el pozo de la recesión podría terminar con el
mito de que sólo el peronismo puede gobernar.
Son
algunas de las razones por las que a la presidenta no le quede más chance que
dejar de cavar en ese pozo que la enterrará sin piedad. Deberá intentar
reconstruir sin complejos la confianza, la racionalidad fiscal y cambiaria, y
la seguridad jurídica. Son consejos que le darían –no me cabe duda, si pudieran-
Dilma Rousseff y Michelle Bachelet. Esos valores, que ahora al kirchnerismo le
parecen neoliberales, no son distintos a los que proponía el mismo Néstor
Kirchner al comienzo, cuando hablaba de un "país normal y previsible".
Hoy la Argentina se caracteriza
por una anormalidad monstruosa.
Hay
intelectuales y pensadores de la oposición, algunos referentes con mucha
ascendencia en la sociedad, que creen que ese giro no es factible, puesto que
Cristina quedó presa de su propio relato, de la auto adoración mítica, de
entornos complacientes y genuflexos. Piensan acertadamente que los cristinistas
morirán con las botas puestas. Pero yo la sigo desde su época de senadora
guerrera, y tengo la impresión de que la muerte política no está en los planes
de Cristina, y que pasada la ruborización del error, enfrentada a la historia,
podrá evaluar una nueva epopeya: retirarse en alto y por la puerta grande.
Claro
que para hacerlo, tiene que vencer muchos de los prejuicios que ayudó a
cristalizar y luchar contra sus propios temores. El pueblo se aleja de ella a
gran velocidad; los zapallitos y el pan rallado le ganan a la ideología. Y la
violencia está tiñendo el celeste y blanco de un color que de tan conocido
resulta impredecible: el miedo.
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