Allá por fines de los
80, cuando estaba próximo a graduarme, no me hubiera imaginado jamás que más de
25 años después seguiríamos discutiendo si la estabilidad de precios y el crecimiento económico son en sí
mismo alternativas. Sin embargo, dadas la política económica de este gobierno
y, más precisamente, las palabras recientes de CFK en el sentido de que no hay
metas de inflación, pero sí de crecimiento, me obligan a resucitar un tema que
está inexorablemente superado tanto en la teoría como en la práctica de la
economía mundial.
Si
algo hay que destacar en este tópico, es que la inflación ha dejado de ser un problema para la inmensa mayoría de
los países del mundo, desarrollados o no, puesto que son apenas 10 los que
tienen más de 10% de inflación, entre los cuales están la Argentina , Venezuela,
Belarús y siete países africanos. El resto de los países, tiene niveles de
inflación inferiores al 10%, y la mayoría, inferiores al 5 por ciento.
Está tan generalizada entre nuestros
gobernantes la idea de que para bajar la inflación hay que enfriar la economía,
que resulta urgente anoticiarlos de que esa idea atrasa por lo menos 30 años. En los años 70
la visión monetarista, en ocasiones llamada ortodoxa, planteaba que para lograr
la estabilidad era necesario aplicar una restricción monetaria, subir las tasas
de interés y congelar el tipo de cambio, generalmente después de una fuerte
devaluación. Estas propuestas, impulsadas por el FMI, fracasaron en casi todos
los países donde se implementaron, incluida la Argentina , porque
después de un período de relativa estabilidad sobrevenían los problemas en la
actividad productiva, agobiada por las altas tasas de interés y el atraso
cambiario. Generalmente, el fin del experimento llegaba cuando las deudas
privadas arrastraban a la quiebra a los bancos y había que emitir dinero para
cubrir a los depositantes y, en medio de una corrida cambiaria, volver a
devaluar. Una película conocida y sufrida por todos.
A
contramano de esta visión monetarista, también por esos años, estaban los que
pensaban que la inflación era el resultado del desequilibrio entre las pujas
sectoriales, incrementado por las expectativas fuera de control. Las
pretensiones de asalariados, de empresarios y del gobierno resultaban
incompatibles, y generaban aumentos de salarios, de precios, de tarifas y de
tipo de cambio, acelerando el proceso inflacionario. Cada sector que obtenía el
aumento deseado estaba satisfecho sólo unos meses, hasta que el siguiente
sector lograra el suyo. Con el tiempo, cada sector aprendió que debía pedir más
de lo que realmente necesitaba, para anticiparse al reclamo del otro; así se
llegaba a la aceleración de la inflación y, eventualmente, antes del descalabro
fiscal y externo, y ante la caída de la demanda de dinero, a la hiperinflación.
A raíz
de esta especie de River-Boca de teorías económicas -si se me permite la
licencia futbolera- surgió la denominada "política de ingresos",
entre cuyos impulsores locales se destacó Carlos Moyano Llerena, un muy
prestigioso profesor de política económica de la Universidad Católica
Argentina, cuya cátedra fue la piedra fundacional para los rudimentos de lo que
hoy denominamos "metas de inflación" en Argentina. O al menos, los
que no nos sonrojamos al mencionarlas como política.
La implicancia
primaria es que para bajar la inflación no hace falta frenar la demanda por la
vía monetaria -con su obvio impacto recesivo- sino coordinar los reclamos de
cada sector para hacerlos compatibles con la oferta total. Si los empresarios, los sindicalistas y los responsables de la política
cambiaria, monetaria y fiscal llegaran gradualmente a un acuerdo sobre la forma
de distribuirse el ingreso nacional, no tiene por qué seguir habiendo tanta
inflación. Pareciera sonar idílico, pero es perfectamente viable.
Las
metas de inflación como política económica, introducen tres elementos que constituyen
un decisivo perfeccionamiento sobre las propuestas de la política de ingresos:
el gradualismo, la publicidad de las metas y el posterior monitoreo obsesivo y
transparente de las tendencias inflacionarias.
Un
poco de historia para comprender mejor los hechos: las metas de inflación propiamente
dichas nacen en Nueva Zelanda en los años 90 y son aplicadas con éxito en
muchos países para reducir inflaciones entre los 15 y 25%, entre ellos,
Inglaterra, Canadá, Israel, Turquía y, en nuestro continente, Chile, Perú,
Uruguay y Colombia. La lógica central es el acuerdo entre los sectores
económicos acerca de una muy gradual reducción de la inflación, consistente con
la expansión monetaria deseada por el gobierno, y con su política fiscal,
cambiaria y tarifaria. Fijadas esas metas se establece un monitoreo de todos
los precios, y reuniones semanales de una comisión de seguimiento de la
inflación, que se crea especialmente.
De
esta manera, simple pero seria, no hay grandes cambios de precios relativos,
provocados por sucesivas devaluaciones, aumentos de precios, de salarios, de
tarifas, ni nada por el estilo. Tampoco es necesario subir las tasas de
interés, ni congelar el tipo de cambio o las tarifas. La idea central es
generar un “suave aterrizaje” de reclamos para ir bajando la inflación, y
lograr que las expectativas vayan descendiendo gradualmente en las metas
establecidas por todas las áreas del gobierno, pero consensuadas con todos los intereses
privados.
Naturalmente,
no todos los países pudieron implementarlo de la misma eficaz manera, ya que el
sistema funciona muy bien si hay credibilidad y consenso, pero en política esas
condiciones no abundan. Hay ejemplos que nos permiten –para ser justos en esta
columna- desacreditar esta política. Allí lo pongo a Brasil, que en los últimos
años, tuvo que echar mano a recursos ortodoxos (subir las tasas de interés)
porque no se lograba la meta de inflación preestablecida. Si mi opinión es
válida para ustedes que me leen, permítanme expresar que esa meta del 4,5%
anual es demasiado ambiciosa e inconsistente con la situación fiscal,
especialmente de las economías estaduales.
El
resultado fueron tasas de interés muy altas, que provocaron un ingreso extraordinario
de fondos especulativos, lo que a su vez provocó tensiones inflacionarias que
reforzaron las distorsiones entre la macroeconomía y las metas establecidas. Esta más que claro ya, que no sirven las
soluciones monetarias para los desequilibrios fiscales, en las economías
emergentes. Y Brasil es la quintaesencia de las economías emergentes, a
pesar de ser la 6ta. del mundo.
Dejando
de lado la realidad carioca, el resto de las economías del continente muestran
resultados muy positivos y compatibles con altos niveles de crecimiento en los
últimos 5 años. También la evolución de la economía argentina durante los
primeros años de esta década confirma que crecer
y contener la inflación son objetivos no sólo compatibles, sino complementarios.
En esos años, hasta 2006, se logró crecer a tasas del doble de las actuales,
con una inflación tres veces menor. Impactante para propios y extraños, pero
desafortunadamente, en 2007, con la intervención del Indec, comenzaron los
desvíos fiscales y la anarquía de expectativas inflacionarias, que reinició la
carrera de precios y salarios, perjudicando tanto a empresarios como a
trabajadores.
Pero
que obviamente beneficia al Gobierno, que es quien recauda el impuesto
inflacionario. Y también a las entidades financieras, como queda muy claro en
la evolución de sus balances y en las cotizaciones bursátiles, contradiciendo de manera rotunda el
discurso productivista del Gobierno.
En un
escenario de inflación descontrolada, la distorsión de los precios relativos es
muy grande y consecuentemente surgen temores a salariazos, tarifazos o
megadevaluaciones, lo que ahuyenta la inversión productiva. Sin inversiones no
hay aumentos de producción ni de productividad. Tanto el empleo como los
salarios dejan de crecer, más allá de la ilusión que se genera con los aumentos
nominales de salarios. También la inversión extranjera huye de los países con
alta inflación, porque generalmente ésta viene
acompañada de políticas intervencionistas, restricciones cambiarias y fuertes devaluaciones. En consecuencia,
no hay ninguna razón para esperar que un país crezca más con inflación, ni
mucho menos que aumente el bienestar de sus habitantes, especialmente de los
que dependen de ingresos fijos, como asalariados y jubilados.
Nunca
es tarde para adoptar lo mejor de esta política de metas, adaptada a nuestra
realidad, y así lograr bajar muy gradualmente la inflación sin generar recesión
ni el atraso cambiario que hoy está asfixiando a las economías regionales. Por
supuesto que el primer paso sería recrear estadísticas creíbles y honestas,
como las que teníamos hasta fines de 2006. Mal podríamos acordar bajar la inflación
del actual 29% a un 18% en 2014 si el organismo oficial dice que la inflación
es del 12 por ciento.
Es ya
un sostenido fracaso el camino elegido por el Gobierno para bajar la inflación,
basado en los controles y los telefonazos, acercándose cada vez más -aunque no
quiera reconocerlo- a las perimidas recetas monetaristas de aquellos 70:
restricción monetaria, aumento de las tasas de interés y atraso tarifario y
cambiario.
Los
argentinos, especialmente los mayores de 40, ya sabemos cómo termina esta
historia.
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