Tal como todos conocemos gracias a la historia religiosa y
romana, Poncio Pilatos fue el prefecto del imperio en Judea que dejó la
decisión de colgar a Jesús o a Barrabás en manos del pueblo, con resultados por
todos conocidos. Vaya a saber por qué me viene tan frecuentemente su nombre a
la memoria en estos tiempos de enfrentamientos, divisiones y diferencias que
vivimos los argentinos.
No se
trata de analizar en estas letras las frágiles correspondencias entre historia
y leyenda, entre rigor y mito. Lo cierto es que quedaron asociadas al amigo
Pilatos tres conductas que se han ganado el podio de la tradición política
argentina: evitar las propias responsabilidades, tomar la vox populi como vox
dei y poner en un lugar igual en una imaginaria balanza a dos cosas que no
pueden ser más desiguales: el inocente Jesús, injustamente acusado de intentar
subvertir un orden injusto, y el culpable Barrabás, un vulgar asesino y
bandolero.
Me gusta definir esta historia como parábola,
creo que es lo más apropiado, porque Pilatos y el destino de Jesús en la cruz
son útiles para ilustrar algunas otras barbaridades de actualidad nacional, y
cito: la impunidad por vía de opinión mayoritaria, la idea de democratizar la
justicia para asegurar su
eficacia, la noción de que el pueblo jamás se equivoca (tan curiosamente
arraigada en el país del "yo no lo voté") y la pretensión de que la
aclamación popular basta para legitimar cualquier cosa. Pero lo que es aún más interesante es el acto ponciopilatista por
definición: la lavada de manos so pretexto de equidistancia.
El comportamiento
ponciopilatista argentino es diestro en esta disciplina. Es fácil reconocer a
sus cultores por esas frases sueltas que pronuncian como un padrenuestro:
"Hay que reconocerle al Gobierno lo que hizo bien". He aquí el truco
en el que reside la homeopática astucia lavamanos, y que no es otro que el de
aplicar a tiempos excepcionales métodos adecuados a momentos de normalidad.
Basta enunciar este concepto en los términos reales en que se nos propone
-"hay que reconocerle a todo gobierno lo que hizo bien"- para
comprender la magnitud del dislate. Pongámoslo de esta manera: si alguien
dijera "hay que reconocerle a Hitler los cinco millones de puestos de
trabajo que creó" o "hay que reconocerle a Videla que haya acabado
con el terrorismo" estallaría un justificado escándalo. Casi todos
sostendrían, con razón, que no se le reconoce a Hitler que haya bajado la
desocupación porque el precio fue meter a los obreros alemanes en la industria
armamentista, y al mundo en una guerra, y que no se le reconoce a Videla que
haya acabado con el terrorismo porque el genocidio resultante fue más violento
y cruel que lo que evitó.
Es
matemática elemental: no se reconocen virtudes cuando las consecuencias son
peores que las causas. Sin embargo, los
mismos que encabezarían la protesta contra la reivindicación de los aspectos
positivos de Hitler y Videla nos proponen aplaudir la Asignación Universal
por Hijo a pesar de que después de una década de tasas chinas y soja por las
nubes la pobreza es mayor que la media de los años 90; o la designación de la Corte Suprema pese a
que sólo se aplican sus fallos cuando le conviene al Gobierno; o la política de
derechos humanos que terminó sumergiendo a las organizaciones que un día fueron
el baluarte moral de esta nación en estafas organizadas por parricidas, huelgas
obreras contra las Madres de Plaza de Mayo y amenazas de carpetazos de las
Madres contra "los turros de la
Corte ". Etcétera.
Como
si el todo fuese siempre la suma de las partes. El ponciopilatista argento,
genio autóctono del posmodernismo, cree que es el Diablo el que está en todos los
detalles. Por eso se le escapa el elefante, hábilmente escondido por el
Gobierno en medio de una manada de elefantes, que también se le escapan. Momento
en que el lavamanos profesional recurre a otra de sus frases preferidas:
"No podés comparar este gobierno con el nazismo y la dictadura". Como si las comparaciones fueran
igualaciones. Como si sólo se pudiera comparar lo que es igual. Como si
Newton no hubiera llegado a la ley de la gravedad comparando la Luna -que es grande y no cae-
con una manzana -que es pequeña y cae-. "¡No me podés comparar la Luna con una manzana!",
dirá el ponciopilatista indignado, creyendo que desmiente así la ley de
gravedad. Y es que el ponciopilatista no es malo ni tonto, sino débil. Sabe que
el Diablo está ahí, pero teme mirarlo a los ojos. Por eso detesta la revelación
de los rasgos comunes de lo que declara incomparablemente diferente. Por eso
sostiene que es mejor esperar una guerra mundial y un genocidio antes de
denunciar que ese aclamado señor de bigotitos que grita desde un palco en
Munich está demente y sería inteligente no ser sus dislates xenófobos y
grandilocuentes. "Si aún no sucedió, no sucederá", sostiene seguro el
Poncio argentino. Justamente él, que nunca adivinó que esos muchachos católicos
de buena familia se iban a convertir en los Montoneros, ni advirtió que las
huestes de Lanusse iban a terminar cometiendo un genocidio, ni vio venir al
Menem neoliberal en los tiempos del Menem patilludo. Precisamente él, que se
dio cuenta hace diez minutos -por reloj- de que esa simpática parejita de
abogados santacruceños no se traía entre manos nada bueno.
Qué
les habrá pasado, se pregunta, taciturno, meditativo.
Siempre
indiferente a estas apreciaciones, el cultor del lavamanos -enemigo acérrimo de
las comparaciones- igualará, repito: igualará a Jesús con Barrabás, es decir, a
cualquier personaje desprovisto de poder y sin capacidad de daño con un
gobierno que lleva nueve años de robo, delirio y autoritarismo, y que ha
anunciado que vendrá por lo que queda. "¿Ven? Son iguales que ellos",
disparará apenas un opositor alce la voz, y a continuación emanará otro título:
"Yo no soy K ni anti-K", como quien actualiza el "Yo soy
peronista, señor. Nunca me metí en política", copyright de Gatica y
Soriano, por cierto. Después se irá a dormir lo más tranquilo; con la
conciencia y las manos limpias. Como recién lavadas.
Comandos
civiles hipotéticos, grupos de tareas en potencia: el antikirchnerista es la
verdadera obsesión del ponciopilatista, quien sin saberlo repite así las
acusaciones de Néstor Kirchner a los piquetes de la abundancia. Y aún peor es
el "hay dos bandos" ponciopilatista, tan apropiado para describir la Argentina de hoy como la Chicago de ayer, cuyo
control se disputaban Eliot Ness y Al Capone. Uno espera algo mejor de gente
que sabe hilar fino alrededor del concepto "crimen de lesa
humanidad". Pero no. La distinción estatal-privado, que opera tan bien
para descartar la teoría de los dos demonios, es suspendida en sus efectos por
el ponciopilatista experto, que se complace en ignorar el inigualable poder y
la consecuente responsabilidad del Estado para proclamar que está contra los
dos monopolios, que detesta la intolerancia de los dos grupos y que es
equidistante de los dos bandos, el de los avasalladores y el de los
avasallados.
Síndrome
de Estocolmo, parecen palabras demasiado grandes para el ponciopilatista
telúrico, que se parece más bien a la madre de una mujer golpeada que le dice a
la nena: "Hija, no te olvides de que es tu marido y de que vos lo
elegiste". Y a continuación: "Además, a vos sólo tu marido te puede
gobernar.".
Y no
me estoy refiriendo en este dislate, claro, de la casi totalidad de la
población nacional, que yuga todo el día para parar la olla y logra que el país
siga andando pese a todo, y que por eso mismo tiene pocas oportunidades de
repasar la Historia
del siglo XX para comprobar cómo fue que de a poco se llegó a lugares que
obligaban después a preguntarse cómo es que se había llegado tan lejos. Hablo
del Partido de Poncio Pilatos en sus dos ramas: la política y la periodística,
en ese orden. Hablo de gente como yo, que
no construyó la casa en que vive, no cultivó la comida que come ni fabricó la
heladera que usa. Gente a la que el resto de la sociedad subvenciona para
que estudie y se perfeccione, acaso con la esperanza de que no se transformen
en furgones de cola de la opinión pública sino que sean capaces de ver más
lejos y comprender antes y mejor las cosas; entre ellas: la amenaza totalitaria
que entrañan la demolición de las instituciones, el ataque a las libertades y
las garantías individuales, la invasión del ámbito privado y la rotura de todos
y cada uno de los principios que hacen posible la vida en democracia.
Por
eso, a pesar de todo, digo gracias. Por poder pensar. Y poder decirlo.
Y
compartirlo.
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