Resultó verdaderamente tragicómico como las vacaciones y las
soledades sureñas hicieron volver durante el último fin de semana a la
adolescente tardía que todavía anida en nuestra ilustre Inquilina de Olivos. Primero
despotricó por Twitter contra los jueces que la hacen renegar; después, nada
menos que por Facebook –y con el despecho propio de un amor no correspondido, y
bajo el disfraz de ponderarlo- maltrató a Ricardo Darín, porque osó preguntarle
en voz alta cómo hizo su fabulosa fortuna. Y tras cartón, reapareció en el
Truman Show de la
Fragata Libertad con una de sus habituales piezas
vociferantes. Al día siguiente atacó a Macri, entre palmas batientes y, tras
llegar a Cuba, subió orgullosa a su CaraLibro las fotos de su reunión con los dictadores
Fidel y Raúl Castro. Todo un periplo.
Es
notorio ya como el muy buen nivel que como oradora la caracterizó en sus
tiempos de legisladora y en buena parte de su primera gestión ha ido perdiendo
densidad, coherencia y plasticidad. Lo conceptual empezó a quedar de lado para
dar paso a una mayor y más superflua dispersión anecdótica. Aunque sigue siendo
proverbial su facilidad de palabra, se volvió más informal y desafiante, en un
nivel menos institucional, más doméstico, al punto de convertirla en una
matrona del atril, como si su sobreexposición a la TV le hubiese opacado sus
mejores cualidades y contagiado sus peores vicios. El discurso doliente y
conciliador que mantuvo de manera consecuente en los meses previos a las
cruciales elecciones de 2011 se trocó en beligerante, irónico y malintencionadamente
sobrador, en especial de las minorías, apenitas las urnas se abrieron.
Al
contrario de lo que debería, en lugar de sentirse segura y respaldada por el
contundente 54% de los votos que la ungieron en las elecciones de octubre de
2011, late en ella un resentimiento constante y palpable hacia el 46% que no la
acompañó (a quienes, en el mejor de los casos, considera tontos hipnotizados por los "medios hegemónicos") y a los
que desconsidera por resistirse a estar dócilmente bajo su ala protectora.
Prefiere ensalzar una y otra vez los logros concretos y supuestos del
kirchnerismo de 2003 hasta hoy, fatalmente repetitivo
y extenuante, presente en cada una de sus apariciones.
En sintonía
con esta devaluada imagen y transformación, se vuelve interesante echarle un
vistazo a Que Él me lo demande , un librito corto, firmado por
los académicos Juan Pablo Quiroga y Marcela Bosch. En el prólogo, Manuel Mora y
Araujo plantea que el discurso presidencial es "difícilmente
transferible" y que sobre la base de esa y otras señales negativas es ya
evidente "lo difícil que le resultará a la Presidenta fabricar un
sucesor".
Con
buen criterio, los autores se concentran en 47 discursos pronunciados por CFK
entre el 1° de noviembre y el 28 de diciembre de 2010, que engloba el primer
ciclo de apariciones públicas tras el fallecimiento de su marido, cuando sólo
por un tiempo dejó de lado la estéril confrontación. Fue en aquella época donde
la actual mandataria se presentó en su doble condición de viuda
sufriente/heredera y, a su vez, co-artífice de un legado político en pleno
desarrollo. En dicho período fue cuanto más enfatizó las menciones a
"Él", en vez de llamar a Néstor Kirchner por su nombre, como una
manera casi subliminal de colocarlo en una esfera superior de la trascendencia,
suerte de nueva divinidad cívica y tutelar del "Modelo" instaurado
hace casi una década. Con el tiempo se espaciaron las alusiones a
"Él", a la par que empezaron a desmontarse ciertas modalidades,
políticas y referentes que el finado ex presidente alentaba.
Así,
en paralelo y hasta en contradicción con el kirchnerismo original, nació el
"cristinismo", versión más dogmática, menos política, más solitaria y
claustrofóbica de aquél. Bosch, experta en teología, investigadora en temas de
género y militante de derechos humanos, afirma que el dispositivo de
enunciación política que articula la Presidenta suele contener altas dosis de
emotividad, con habituales "micro-referencias de orden personal"
(anécdotas de su propio pasado o de su entorno familiar), y tiende a homologar
los lugares de Dios y de "Él" hasta en el hecho de reinterpretar su
súbita muerte como una suerte de inmolación por la política, un camino ya
transitado anteriormente en el justicialismo, con el "paso a la
inmortalidad" de Eva Perón.
Es
interesante el contraste religioso entre el "Dios sacrificador", que
ungía la dictadura militar, frente al "Dios de la vida", con el que
se identifica más CFK a veces al hablar en público. El primero "envía a su
hijo a la muerte a fin de brindar la salvación a la humanidad". En cambio,
"en la construcción discursiva inaugurada tras la muerte del ex presidente
subyacen los movimientos cristianos del tercer mundo de la década del 70, de
los cuales la Presidenta
es contemporánea", donde ya no alcanza aliviar la pobreza con la caridad y
la misericordia cristianas, sino que se trata de "un pecado que clama y
exige reparación y justicia social".
Una
sinuosa y obscena elevación por encima de los demás, la idea mesiánica de estar
al frente de un proyecto superior que nadie está en condiciones de confrontar
y, mucho menos, de superar, convierten a CFK en un dogma en sí misma y sin
alternativa que exige ser mansamente profesado. Los demás son impíos, pecadores
ignorantes condenados a las tinieblas.
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