miércoles, 3 de octubre de 2012

Tormenta de divisiones


Por Ariel Torres

Existen varias maneras de comprender el reclamo que ganó la calle de forma sorprendente hace unos días, y que promete volver a ganarla bajo el mismo espíritu en los próximos. Una de esas maneras es observar el sentido de la política desde dos puntos de vista distintos y opuestos.
Son dos puntos de vista antagonistas para este contexto. Se trata de una política de "lucha" y una política de "desarrollo". Cada una de estas ideas encarnan distintas visiones del mundo y distintas posiciones existenciales. La calle reclama que la lucha deje paso a la sensatez del desarrollo y el respeto a la ley. Cuales son las implicancias de cada una de estas visiones?
Es uso y costumbre que la política es lucha y centra su mirada en el enemigo. O -en el caso de este gobierno- en los muchos enemigos que necesita recrear constantemente para alimentar su estructura de sentido. El punto es enfrentarlos y vencerlos. La agenda diaria se organiza a partir del odio o del resentimiento, las horas pasan inventando trampas o trucos para debilitar a los detestados.
Si, en cambio, uno infiere que la política es una forma de implementar el desarrollo necesario, tiene como tarea organizar situaciones para que los recursos puedan aprovecharse de la mejor manera posible. Lo que se busca es gestionar para optimizar resultados. El objetivo se centra en que la mayor parte de las personas disfruten de la mejor situación que el talento organizativo permita alcanzar. El desarrollo es el arte de la realización y no se trata en él tanto de utopías y de sueños como de planes y proyectos. El simbolismo adorado por la lucha forzosamente tiene que dejar paso en algún momento a las complejas realidades que es necesario administrar.
Sin nos centramos en la lucha, los recursos se ponen a disposición de la batalla mental que obsesiona todo pensamiento. El uso y abuso de los mismos está justificado en función del mal que se describe constantemente en el otro, al que se considera corrupto. No es en cambio considerada corrupción ese uso justiciero de los recursos, por más que implique un evidente aprovechamiento de lo público. Se cree que la lucha contra el mal justifica esos apartamientos de la ley. La política de la lucha avala la moral del delincuente, al que se siente cercano y con cuya victimización se identifica, despreciando a los que han sido atacados por estos como si fueran mezquinos protectores de algo que en el fondo no debieran poseer.
Si, en oposición, nos estacionamos en la política de desarrollo, el talento está puesto al servicio de la creación de realidades disfrutables, es un recurso del amor por el mundo, de la capacidad de querer y plasmar. Puede sonar ingenuo hablar de amor en un contexto político, pero no lo es, al menos no para quien considera que el sentido de la acción política tiene que ver con la generación de vida nueva, con la producción, con la invención de trabajo y de valor, con dar impulso a los proyectos personales que deben ser ayudados en su despliegue. En esta visión no se concibe al ciudadano como parte de una amorfa masa manipulable, la que vemos aparecer en la despersonalizada idea de pueblo: se ven personas de verdad, de carne y hueso, con deseos, necesidades y potenciales diversos, legítimos y valiosos.
Si nos centramos en la lucha, el poder es el verbo central, un poder cuyo sentido está resumido en sí mismo y en una eterna auto reproducción sin más sentido que ser poder puro. Hay que tener el poder para tener el poder, para que no lo tenga el otro, no para usarlo en ningún logro sino para intentar conjurar la presencia de un miedo íntimo que ninguna realización será capaz de conjurar. Los que se dedican a este suelen ser personas siempre más dispuestas a perderse en la observación de las vidas ajenas que a encontrar el sentido de la propia. La exaltación esconde el vacío. Se trata de un desamor camuflado de justicia, de un desaforado afán de supremacía sin que la utilidad de la misma aparezca jamás. El poder se vive así como derecho a maltratar a propios y ajenos, a someterlos. El modo afectivo, emocional, de la sumisión es el tono muscular propio de los adictos a la lucha.
En la vereda de enfrente, en la del desarrollo, se trata en cambio de intentar ocupar el lugar del poder porque es desde allí que se organiza el mundo, en donde la posibilidad se vuelve el centro de la escena. Si hay lucha, es secundaria, el fin es la producción de realidades. No se busca la lucha por la lucha misma, el objetivo no es medirse con el otro, ser superior, humillar a nadie; el fin es generar oportunidades para todos, mejorar la vida concreta, plasmar el amor en logros observables.
Si nos centramos en la lucha, el ciudadano debe ser controlado de cerca, seguido minuciosamente en sus movimientos para corregir sus desvíos. Se cree que la libertad es un lujo excesivo, que a la gente hay que tenerla cortita (...). Se habla de la libertad, se la menciona en consignas, pero no se la tolera en lo concreto. En la vereda del desarrollo en cambio al ciudadano hay que cuidarlo y estimularlo, potenciarlo, abrirle espacio, darle mundo, ofrecerle opciones para que su propia iniciativa genere la riqueza que el sistema podrá luego asimilar como propia. Es necesario un estado presente, sí, organizador, que corrija los abusos y las irregularidades, pero no para inmiscuirse en toda intimidad, sino para resguardarlas de aprovechamientos indebidos, provengan estos de las corporaciones, de los sindicatos o de la política. Paradojalmente, los que militan en la política de la lucha cometen esos aprovechamientos sin cesar, sin que nunca quede claro por qué en su caso estos excesos serían meritorios.
Si nos centramos en la  lucha se sueña con el enemigo. Se adora al enemigo y se adora al mal. Se habla todo el tiempo de eso, desde el gobierno nacional o desde la oposición. En el campo del desarrollo se piensa en las cosas que es necesario hacer para que los otros, que no son enemigos sino personas de pleno derecho, sujetos iguales a uno, puedan desplegar sus alas, los proyectos que su deseo le dicte, y concreten su mundo propio.
Por último, en el camino de la lucha hay armas, violencia, humillación, soberbia, paranoia, negación de realidades, mucha historia puesta en el centro de la escena como si el tiempo no pasara nunca, revancha, resentimiento, odio, muerte. En el camino del desarrollo hay ideas, proyectos, trabajo, creatividad, ganas de vivir, alianzas, entendimientos, trabajo para enfrentar problemas que deben ser resueltos sensatamente. Hay ley, instituciones, colaboración, suma, aceptación de la diferencia, comprensión de que cada uno tiene un fragmento que aportar al gran rompecabezas social. Hay libertad, confianza, responsabilidad, presente querido que lleva aun futuro deseado y generado con inteligencia y detalle.
Hoy es más que evidente que la calle, nuestra calle, la de todos, reclama que la energía destinada a la lucha sea puesta más temprano que tarde en función del desarrollo.
Y el reclamo es urgente, claro, y fuerte.

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