lunes, 22 de octubre de 2012

Una fascinante caída hacia arriba


Por Ariel Torres

Felix Baumgartner se eleva a más de 39.000 metros de altura de altura, con sus 43 añitos, pensando ya no en lo cerca que estará del cielo, sino más bien en que lugar se acomodará. El hombre abre la escotilla y deja ingresar una luz no hecha para alumbrar a ningún ser humano. Afuera se adivinan las formas de un paisaje helado, indiferentes a la vida o la muerte. El tipo, que bien podrías ser mi Alter Ego, extiende de a poco sus pies, se incorpora con esfuerzo y se asoma al exterior. Parado en el borde de su pequeña nave, en el borde del vacío, contempla la curvatura azulada de la Tierra. Luego de observar como se ve el mundo sin él, enciende las cámaras. 
Un ejército de ángeles de la guarda comienzan a cuidar de él..
Silencio absoluto. Las cámaras iban fijadas en el interior y en el exterior de la cápsula, a través de las cuales millones de personas podían seguir la escena por televisión e Internet , batiendo todos los récords de audiencia digital. Era él quien estaba parado allí, pero eran los espectadores los que sentían el suspenso y el miedo. Era él quien estaba parado en un lugar sin oxígeno, pero eran quienes lo observaban los que tenían cortada la respiración. En efecto, las imágenes llevaron a una sincronización colectiva de las emociones, que se asemeja al descubrimiento del genoma humano, a la réplica del Big Bang, al nacimiento de algo único. Hay una empatía colectiva ante la percepción de un inmenso riesgo, y más cuando lo que está ocurriendo nos compromete a todos. Porque, insensato o no, de alguna manera es el mismo límite humano lo que estaba siendo desafiado.
Algo tan fantásticamente increíble, como naturalmente envidiable para aquellos que siempre queremos más... y mejor.
No faltaron aquellos que dijeron que se trató sólo de una proeza publicitaria -seguramente algo de eso hay también- pero pocos que hayan estado observando el salto pueden haberse sustraído a la admiración y escalofrío que produjeron esos minutos. Junto a la imaginación de ver su muerte en vivo y en directo, o el terror de ver materializada una de las pesadillas más comunes que tienen los seres humanos, que es la de caer al abismo. Lo que unía a todos era la imagen de este hombre parado allí arriba, en medio de la nada, un símbolo de la soledad que precede cualquier decisión humana que implica un salto a lo desconocido.
Paralelamente, el amigo Baumgartner parece haber ido también hasta el espacio exterior para recrear una perspectiva, que parece perdida en un mundo que vive signado por la aceleración que -paradojalmente- él mismo fue a buscar. Aquella que pudo obtener parado en su pequeño mirador, que daba sobre el universo. Por eso, desde allí, también yo habría dicho: "Me gustaría que pudieran ver lo que yo puedo ver". En ese momento, en la inminencia del salto, había algo tan sobrecogedor como el salto mismo. 
Algunas veces hay que ir realmente alto para observar cuán pequeño se es. De esta manera, Baumgartner, que fue a quebrar varios récords, encontró algo inesperado desde la altura: una perspectiva de nuestra pequeñez. Y es justamente esa comprobación, conjugada con su coraje, lo que potencia la emoción de su salto. Y lo hace único en su concepción.
Cuando se está en la cima del mundo uno se siente muy humilde, quiero creer. No se trata ya de quebrar más récords. No se trata de obtener datos científicos. Lo único que uno quiere es volver a casa con vida. Qué sentido, entonces, tiene subir a 39.000 metros de altura para sentir allí arriba, como único deseo, el de volver sano y salvo a la tierra? No tiene uno el derecho a preguntar: para qué te fuiste, entonces, de tu lugar, de tu espacio, donde ya estabas sano y salvo? Sin embargo, esta pregunta no es diferente de la que vale aplicar a cualquier proyecto humano. En ella se esconde el misterio de la acción humana, que más allá de salir o de llegar a algún sitio, siente que tiene que encontrar la intensidad y el sentido en el tránsito mismo.
Después, la nada. lanzarse el borde donde estaba parado, y luego de un breve saludo, se dejó caer sin paracaídas durante cuatro minutos y veinte segundos. La bajada fue como "nadar sin tocar el agua". Recorrió como un proyectil casi la distancia de una maratón, en vertical y en caída libre. Con su salto logró el récord de ser el primer hombre que cae desde esa altura, y de ser el primero que alcanza la velocidad de quiebre de la barrera del sonido, al conseguir una velocidad máxima de 1342 kilómetros por hora.
Caramba como lo envidio! Siempre tuvo el hombre una fascinación por la caída, un deseo por caer, porque el vértigo nos llama con la misma intensidad con que nos repele. Sin embargo existen dos tipos de caída: la de la ley de gravedad, aquella que buscó Baumgartner llevar hasta un extremo impensable; y aquella otra que sólo dan la audacia y la voluntad de romper los límites, el salto de la fuerza y el coraje, hacia lo que no tiene garantías, hacia lo que no tiene vuelta atrás. La búsqueda de la aceleración y, simultáneamente, también algo de quietud. 
La búsqueda de la grandeza y también de lo ínfimo, lo efímero. Es caer inevitablemente hacia abajo, sabiendo íntimamente que -al mismo tiempo- uno se eleva al infinito... y más allá.

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