Por
Ariel Torres
El domingo fui a ver la nueva
película de Pablo Trapero y Ricardo Darin. La verdad, salí maravillado y
shockeado, desde diversos puntos de vista.
Ahí, como núcleo vertical, en
plena Ciudad Oculta, se encuentra en mayor mito peronista de la historia. El
que decía que iba a ser el mayor hospital para enfermos infecciosos de América
Latina. Una institución modelo.
Se imaginan lo que hubiera
sido la lucha contra el SIDA si hubiera existido semejante institución? Nadie
cumplió, y mucho menos dignificó: el esqueleto a medio construir sigue ahí, y
le dicen El Elefante Blanco.
Ese recuerdo de una trozo de
modernidad y dignidad que no fue en el frontispicio de una de las mayores
villas de la Capital Federal ,
con un nombre adecuado. Un elefante blanco es un objeto rarísimo que se
persigue y nunca llega, que sólo aparece muerto.
Y las villas son eso: algo que
vemos como un mal que no puede terminarse de ningún modo, que genera un modo de
vida con reglas propias. Las vemos como un satélite o –peor- como otro planeta
a punto de invadirnos.
Más que los muertos, es el
recuerdo constante de que están allí lo que le causa miedo al ciudadano
–sobreviviente- urbano promedio: agachá la cabeza, portate bien o te espera la
villa, el Monstruo.
Elefante Blanco es una
película de esas que dejan huella. Trapero filma así, te guste o no. Crudo,
real, sanguíneo y sangriento. Aquí hay un grupo heroico: un cura arraigado
desde hace muchos años en la villa, que intenta llevar adelante un plan de
viviendas y pelearles a las adicciones de los chicos. Pero le queda poco
tiempo; por eso rescata de una misión en el Amazonas a su mejor amigo, un cura
francés, al que trae como su discípulo, literalmente hablando. Y se suma una
asistente social, cuya vida está dedicada, casi por completo, a intentar
arrancarle algo de dignidad a ese pozo.
Hay una cumbre eclesiástica a
la que Trapero ubica como si fuera un comité político cualquiera, los punteros
de turno tratando de llevarse agua para su molino, y dos bandas de narcos
disputándose el terreno, valiéndose de los chicos de la villa cono sus obreros,
y su carne de cañón.
Realidad pura que –obviamente-
supera largamente a la ficción.
Trapero filma la villa con
largos planos secuenciales, mucha cámara en mano, y logra sumergirme en ese
mundo logrando lo que siempre busco en una película nacional (que no son santas
de mi devoción); y esto es que no se trata de contar la historia de estos tres
personajes, sino de ver cómo estas tres hebras maestras de la trama se combinan
con un ambiente real. Porque Elefante Blanco es, en cierto modo, una película
documental, no tanto por el hecho de filmar en el lugar, sino por mostrar cómo
funciona la vida en ese planeta extraño siempre a punto de colisionar con el
nuestro, con el tuyo, con el mío.
El director muestra –y el edificio
emblemático, vertical, ominoso, lo deja clarísimo- que esta miseria es el
producto de la movilización total, de la innominada y desalmada inmigración
interna a la que nuestro país ha obligado a la gente del interior. Por la
fenomenal transferencia histórica de riqueza desde el campo a la ciudad.
El afán de supervivencia de
esos seres hace que todo cumpla otra función, que la estructura vaciada y
ausente de lo que fue alguna vez el proyecto de un edificio para la vida sea un
recordatorio de una tumba esperando resurrección.
Entonces? Una película
testimonial más? No: por fin un relato que transforma ese lugar siempre
retratado con asco y con condescendencia en el campo peligroso de la aventura
humana, en la metáfora de nuestro propio paisaje emocional.
Elefante Blanco es el paseo
por ese otro planeta, por ese otro mundo que está demasiado próximo. Una
aventura, ni más ni menos.
Por lo menos... así lo ví yo. Y se las recomiendo, largamente.
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