Por Ariel Torres
Confieso que me ha sido muy
difícil y complicado compilar estas palabras, por la variedad de temas involucrados,
y por el muy particular momento que estoy pasando desde el punto de vista
familiar, que no viene al caso. Pero que ha sido determinante para que tome
distancia obligada del bombardeo diario de acotecimientos desencajados en los
que vive nuestro país.
Del calesitero mundo ideológico kirchnerista surge con más énfasis que nunca la palabra
"nacionalismo", usado en una suerte de conveniencia y connivencia que asombra. Domesticado el "establishment" -que come de su
mano-, acorralada la "oligarquía vacuna" -el campo ya no tiene poder
de movilización-, derrotada la oposición política -no sabe a qué oponerse- y
eclipsados los "medios hegemónicos" -avanza una gigantesca corporación mediática
sostenida por el Estado-, el kirchnerismo busca enemigos flamantes para librar
contra ellos "quijotescas" batallas. Su aparato digestivo se alimenta
de monstruos perversos y la tropa se pone ociosa e irritada si carece de alguna
motivación sanguínea.
Es que la épica no funciona si sólo se trata de
administrar y ser eficientes.
Pareciera que la lógica de este tercer mandato consiste en luchar contra las grandes potencias y contra los miserables cipayos. Dentro de
esa tradicional lógica nacionalista se inscribe el marketing malvinero y el
discurso simplón desplegado por la militancia luego de la confiscación de YPF. Es importante para mí confesar, a estas alturas del
partido, que el kirchnerismo me resulta un movimiento fascinante, oscuro y
luminoso, excepcional en sus cualidades de política real y nefasto en sus
prácticas facciosas y divisionistas. Semana tras semana intento escribir de
otra cosa y no lo consigo: el kirchnerismo me interpela, me sorprende, me
ofende, me repugna y me provoca admiración. Me tiene, como una gran película,
al borde de la silla, comiéndome las uñas. No cabe la menor duda de que el
nacionalismo, que está en su genoma, es un componente necesario para la
construcción de cualquier país: no hay ninguna república relevante que no sea
culturalmente nacionalista, desde Estados Unidos y Rusia hasta Francia,
Alemania y Japón. Quienes abominan de esa voluntad nacional están negando la
fórmula del éxito. El problema, claro está, se encuentra en los grados de
nacionalismo que un país puede desarrollar. Ningún país excesivamente
nacionalista ha dejado de ser cerrado, autoritario y decadente. Ningún
nacionalismo logra, en estos tiempos modernos y multilaterales, una prosperidad
que no sea efímera.
Mi intención de cuestionar el relato radica en que si critico la
forma en que se confiscó YPF, estoy en contra de que el petróleo sea nacional o
trabajo para Repsol y la Corona
española. También la idea de que soy un cipayo si opino que el spot de los
Juegos Olímpicos filmado secretamente en Malvinas y divulgado por Presidencia
de la Nación ,
me parece una peligrosa chiquilinada chauvinista. O que la oferta de "dale
una oportunidad a la paz" con que nos dirigimos a los flemáticos
burócratas del Foreign Office me suena a una triste perogrullada. Cuestiono, a
su vez, la posibilidad de que uno esté defendiendo inexorablemente los
intereses británicos si no convalida el papelón que hizo nuestra embajadora en
Londres al interpelar, en público y fuera de lugar, al canciller inglés, en una
de las maniobras más burdas y ridículas de la diplomacia de los últimos años.
Describo todos estos golpes de efecto porque oí que nuestra
presidenta pronunciaba una frase inquietante acerca de este último incidente:
"El canciller inglés se molestó -dijo Cristina esta semana-. Lo que no me
parece lógico es que se hayan molestado algunos argentinos, como he leído en
algunos medios".
La manera tan particular de artucilar ese párrafo sugiere que no es patriótico
estar preocupado por la imagen de nuestro país en el mundo. Muy por el contrario, yo creo
que un nacionalista verdadero jamás deja de sufrir cuando se daña la marca
Argentina. Ni cuando esa marca queda asociada a arbitrariedades jurídicas,
discursos hostiles contra las inversiones y gestualidades bananeras. Tienden a
pensar los militantes nacionalistas que el capital extranjero siempre se reduce
a multinacionales vampíricas que vienen a chupar la sangre del pueblo y que
trabajan para el imperialismo. Cristina es mucho más inteligente que eso, pero
no es lo suficientemente didáctica con sus soldados. A la maestra y a los
discípulos deberían preocuparles los datos de la Cepal : el mundo invierte
muchísimo más en Brasil, México, Colombia y hasta en Perú que en la Argentina. ¿Puede un
hombre que quiere a su Patria alegrarse ante esta evidencia? Si eso es el
nacionalismo, me temo que estoy con Albert Camus, quien dijo alguna vez:
"Amo demasiado a mi país para ser nacionalista".
Lejos está de mí, en este caso, ser o parecer apocalíptico. Pienso que todavía la Argentina no se chavizó
lo suficiente como para convertirse en parodia, y que los capitales menos
escrupulosos hacen de tripas corazón cuando huelen el oro negro. Pero estamos
hablando de otra cosa. Hablamos, por ejemplo, de Brasil, quizá la sociedad más
nacionalista de América latina, y de cómo los brasileños cuidan su reputación
global, son una aspiradora de inversores, se esfuerzan por garantizar seguridad
jurídica y envían al mundo el mensaje de que luchan contra la corrupción.
Aqui hubo una buena y una mala noticia. La buena es la recuperación del petróleo. La mala, cuando no pésima, es la euforia patriotera con que la rodeó. La administración de YPF es una enorme incógnita. Y a propósito: no me parece muy patriótico recuperar la línea de bandera y fracasar a la hora de administrarla, pues no hay nada más patriótico que manejar bien los activos del Estado. Ni nada más antinacional y funcional a los privatizadores patológicos, que la gestión bochornosa de una empresa estatizada.
El kirchnerismo inteligente -que lo hay- debería cuidarse mucho de no convertirse en un malversador serial de las grandes causas de las que se hace creador.
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