Si bien es acertado pensar que lo peor aún no ha llegado, lo que
está sucediendo en Venezuela tenía que pasar, y pasó. Certeramente puede
decirse que el castrochavismo será
recordado como autor del más lacerante experimento económico latinoamericano, como
pocos se recuerdan.
Podrían ser la sexta economía del mundo, sin pestañear, y la
reina absoluta del Caribe; sin embargo eligieron ser miserablemente pobres. Y entiéndase
que la miserabilidad de Venezuela no tiene que ver con el tema económico, solamente.
Más bien es casi un tema antropológico, porque es una verdadera hazaña haber
convertido en paria a una nación con recursos naturales increíbles. Habiendo
tanta pobreza en tantas partes, en pocas tiene que pelear la gente, a
dentelladas, por una caja de leche, por un kilogramo de harina o por un pedazo
de carne.
Nadie me ha contado nada. Lo he visto y palpado con mis propios
ojos y manos.
No es simple ni azaroso convertir en despojos una de las más
organizadas, pujantes y serias empresas petroleras del mundo, como lo ha sido
Pdvsa. Llevar a la insolvencia una nación ante las líneas aéreas, los
proveedores comerciales y los que suministran material quirúrgico y hospitalario
no es cosa que se vea a menudo. Arruinar al campo y la industria, el
comercio y los servicios, la generación eléctrica, la ingeniería, la banca y
las comunicaciones es tarea muy dura –e incomprensible-, cuando se recuerda que
la sufre el país que tiene las mayores reservas petroleras probadas del mundo.
Con prisa, y sin pausa, en una suerte de espiral hacia el
desastre, el gobierno castrochavista tuvo que proceder al sacrificio de todas
las libertades, a la eliminación paulatina del pensamiento y la conciencia, a
la casi extinción de las instituciones, del periodismo, de los partidos, de la
universidad, de los gremios, de los sindicatos. Pareciera cumplirse el implacable
designio de los ancianos inspiradores del sistema, Fidel y Raúl Castro, que una
vez más han demostrado su audacia, su carencia total de consideración y respeto
por los valores más caros de la especie humana, pero también su falta absoluta
de talento.
No se entiende de otra manera, puesto que llevar a Venezuela a
la ruina total es matar su propia fuente de subsistencia, moviendo los resortes
del fanatismo más recalcitrante, de los odios más cerriles, de los desquites
más torpes. Quizás sea cierto –después de todo- aquella teoría mía de que
Chávez quería convertir a Venezuela en un caso único de socialismo en el mundo,
y quedar como líder absoluto de la izquierda latinoamericana. Ese sueño murió
con él apenas supo de su enfermedad. Hombre débil, al fin. Allí los Castro
supieron que habían ganado la batalla.
A esta altura de las cosas, queda bien sentado el hecho de que Nicolás
Maduro tiene la inteligencia y el tacto político que exhibe en cualquiera
de sus discursos. Pero al fin de cuentas es un pobre rehén de los intereses
inconfesables de la clase corrupta que ha llevado a Venezuela a su
perdición. Si dejara de ser payaso, si ese títere fuera libre,
hasta de sus carentes condiciones de estadista pudiera esperarse algún acto de
rectificación, algún gesto de apaciguamiento, alguna voluntad de comprender el
desastre y de corregirlo.
Sin embargo, Maduro es el primer esclavo de las atroces pasiones
que dominan en Venezuela. Los saqueadores de esa gran nación no están
dispuestos a que nadie ensaye el menor examen de su conducta. En los antros del
delito se pierde todo, empezando por el pudor.
Ese pueblo que tanto respeto merece, está en las calles,
dispuesto a hacerse matar. Y lo están matando. La juventud estudiantil, que
sabe cerrados los caminos del porvenir, le apuesta a cualquier cosa, menos al
continuismo cobarde. Los empresarios lo perdieron todo hace rato. No tienen
cuentas para hacer. Y los “enchufados” del sistema ven con horror que el
régimen ya no tiene mercados para comprar sus conciencias.
El absurdo e ilegítimo gobierno de Venezuela se va a
caer, porque se tiene que caer. No podría subsistir sino como ha
subsistido: amordazando totalmente al pueblo, imponiendo cartillas de racionamiento,
levantando una especie de muralla, como el del Che Guevara en La Cabaña.
Definitivamente no están dadas las condiciones para que el mundo soporte estas
afrentas.
Una Cuba, a América le basta y sobra.
Y en la vecindad, ante esta catástrofe, el presidente Santos no
ofrece más que su silencio perplejo. Se debate en un incómodo status quo, ya
que si sigue ofendiendo a ese pueblo, tendrá un enemigo formidable. Y si ofende
a Maduro, se le cae el proceso de paz. Es la natural consecuencia del primero
de sus torpes actos, el de tomar por nuevo mejor amigo a un tirano
despreciable.
El segundo error ha sido el de montar un proceso que llama de
paz sobre los hombros caducos de unos patriarcas en su ocaso. La remozada
osadía de Capriles en el llamado a “diálogo” de Maduro y sus secuaces, diciendo
en voz bien alta las cosas como son, dirigiendo su directa mirada al cuasi
dictador, ante una bien burócrata audiencia, indican que la paciencia de los
que piensan ha llegado al límite.
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