No son pocos los
militantes e intelectuales K que admiten por lo bajo que probablemente sea
cierta la oscura historia de Lázaro Báez y
sus impresentables muchachos. Y si bien algunos ejercen la negación fanático-religiosa
como método de pensamiento, esta vez la cosa resulta tan grosera que no puede
ser eludida con un mínimo de seriedad. Son ultra K y soldados de la causa pero no son idiotas. Algunos, con
cierta inocencia, piden que el Gobierno le suelte la mano a Báez para no
sobrellevar esa tremenda mochila de piedras, sin comprender cabalmente que la
presunta culpabilidad del próspero ladrillero del Sur arrasaría también con la
jefa del movimiento nacional y popular. Simplemente porque los negocios de las
dos familias en un punto aparecen como indivisibles: no se sabe a ciencia
cierta dónde termina el Río de la
Plata y dónde comienza el océano Atlántico. Cuac!
De
todas maneras, hay otros kirchneristas que relativizan directamente la
importancia de la corrupción en la política. Es un punto, parece un mal menor, ya
que todos los gobiernos fueron corruptos, debemos recaudar para llevar a cabo
los ideales, los honestos hicieron políticas horribles y entregaron el país,
algunos dictadores no robaron y sin embargo fueron nefastos, lo único
importante es el rumbo. La meta es el camino y otras lamentables argumentaciones
por el estilo. El metamensaje que no los deja aceptar públicamente los hechos,
es que si la corrupción fuera moral y políticamente inexcusable y se demostrara
por fin que este gobierno la practica de manera masiva y sistemática, el
proyecto perdería mística. Y si se pierde la mística a la corta o a la larga se
pierde el poder. Por lo tanto, forzosamente la corrupción no debe ser un tema
relevante.
Hubo
tiempos en que los "compañeros" asaltaban bancos o llevaban a cabo
secuestros extorsivos para financiar la revolución; bueno, hoy se otorgan
licitaciones y se beneficia a capitalistas amigos para sostener el modelo.
Lubricante maloliente para que funcione la maquinaria, nada más. Como esto no
puede ser declamado en público, porque como concepto lo único que logra es
alejar voluntades, entonces hay que sobrellevar en silencio la cruz. No
recuerdo quien dijo eso de que las revoluciones también se hacen con los
canallas, pero bien viene a cuento.
Lo
cómico es que si este gobierno fracasa y se tiene que ir en 2015 vienen Freddy,
Jason, el Diablo, la Derecha ,
el Abismo. Para que no vengan, hay que tragarse el autoritarismo, el delirio
mesiánico, el cercenamiento de los derechos individuales, la progresiva caída
de los pilares democráticos, la censura, la mentira, el doble discurso y el
fracaso cada vez más evidente de la gestión económica. Aguantar todo eso para
que no venga lo peor, pero no hay peor. Había una vez un país donde muchos de
sus actores y músicos, algunos profesores universitarios y ensayistas, y
ciertos periodistas, narradores y poetas, por miedo a que viniera lo peor se
fueron convirtiendo en cómplices de lo peor.
El
proceso fue lento y lastimoso, y un día despertaron y descubrieron que se habían
transformado en lo que combatían.
Esas
almas sensibles, ese progresismo cool del peronismo Hollywood, los combativos
"revolucionarios" del chori & wine, han sido quienes blindaron
culturalmente a una maquinaria feudal y predemocrática, surgida de un reinado
sureño, y también quienes han ofrecido palabras y metáforas altruistas a una
forma arcaica y cruel del ejercicio absoluto del poder. Yo les otorgo muchísimo
mérito, porque no puedo dejar de soslayar el impresionante trabajo que hicieron
para lograr que librepensadores, libertarios de distinta naturaleza, artistas
comprometidos, músicos tiernos y hasta ciertos progresistas lúcidos abrazaran
esta especie de entelequia justicialista donde Pichetto, Ishii, Alperovich,
Guido Insfrán y Aníbal Fernández anuncian todos los días la alborada de la
patria socialista en nuestras pampas.
Cuando
el periodista y escritor Martín Caparrós critica el "honestismo", aquella
ideología que reduce la política a un problema de quién le roba a quién, y que
termina siendo así funcional a los dirigentes que no quieren o no pueden
realizar cambios estructurales y decisivos, no puedo menos que coincidir
ampliamente con él. El honestismo también se basa en el espejismo candoroso de
que si dejaran de robar se arreglaría de inmediato este país, algo
lamentablemente frívolo. Si me permiten, yo agrego y sostengo que la honestidad
debería ser el grado cero de la política. Lo mínimo que se le puede pedir a un
candidato o a un estadista.
Este
gobierno –vale la pena decirlo- no ha modificado la matriz de la Argentina , sólo se ha
dedicado en sucesivas radicalizaciones a llevar a cabo una profunda
metamorfosis en las reglas republicanas y federales, siempre a favor de sus
integrantes y de su perpetuación. Como si el fin justificara los medios, las
almas sensibles han relativizado esta estrategia o directamente han suscripto
al discurso de los simuladores. Parece no tener importancia el hecho de tener
un Estado mafioso, que es completamente ineficiente a la hora de la verdad:
Once, inundaciones, inflación, energía.
La
silenciosa complicidad -esa aberrante defección- tiene en el ámbito
periodístico sus ejemplos más dolorosos. Bajo el paraguas de la figura
legendaria de Rodolfo Walsh, actúan sujetos que se sirven de los carpetazos de
los servicios de inteligencia para presionar a opositores y críticos,
individuos que naturalizaron un sistema de delación (señalamiento y escrache
continuo de compañeros) y mercenarios de toda laya que prestan sus espadas para
trabajos sucios. Resulta lamentable ver a periodistas perseguir a periodistas,
interesados en boicotear una investigación periodística y en desacreditar a su
denunciante como en estas semanas. Tampoco vi tanta deserción a la hora de
marcar los límites: una cosa es que te sientas cercano a este proyecto y otra
muy distinta es no alzar la voz para que tu propio gobierno tome nota de los
errores y los enmiende. Digo, no?
No fue
de un día para el otro, claro. Es muy habitual hoy en la Argentina ver y oír
junto a periodistas legítimamente convencidos de la épica nacional y popular, a
jefes de prensa encubiertos y agentes estatales que alguna vez deberían ser
privatizados. Sucede a menudo que ante la denuncia periodística de un acto de
corrupción, se la ignore olímpicamente. También que se ataque al que investigó,
sin chequear mínimamente si los hechos son o no veraces. O lo que es más
terrible: que se llame al funcionario acusado para ofrecerle un largo monólogo
que destruya al redactor, al medio que lo publica y al periodismo como oficio.
Estos
personajes con aura periodística me causan una profunda tristeza. La siento
ahora mismo que escribo, por muchos de mis ídolos literarios y profesionales de
otros tiempos, que me parecen irreconocibles. No tengo la menor intención de formar
parte de ese colectivo cultural al que me quise subir alguna vez. Prefiero este
ostracismo mío que consiste en escribir para pocos, y me seduce la idea de que
me consideren un enemigo del Estado, un cordobés cabeza dura que se resiste a
darle barniz de respetabilidad al pillaje.
Por
eso escucho y veo a Lanata, veo TN, le hago el aguante a Lapegüe y leo La Nacion. Porque a pesar de que no
apoyo a los acusadores profesionales que se quedan ahí, es muy saludable que
alguien hable. Y yo hablo.
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