Por Ariel Torres
Se propuso ser el heredero natural de Bolívar y reproducir, en pleno siglo XXI, su sueño de libertad e independencia latinoamericana. Pero sus armas fueron menos idealistas, sus enemigos menos tangibles y sus métodos mucho más controvertidos, por decirlo de una manera simple. Hoy, casi sin herederos, el resultado de los deseos de Hugo Chavez -el ALBA y un gran eje de izquierda antiimperialista continental- parece bastante más endeble de lo que fue la gesta del prócer del siglo XIX.
Es posible que el Gran Hugo cuente con herederos en Venezuela o en el resto de América Latina. Nicolás Maduro es -pareciera- su sucesor en Caracas y -en Quito- Rafael Correa probablemente sueñe con convertirse en su delfín regional. Aunque a ambos les falta mucho carisma. Sin embargo, el problema no es que el sucesor de Chávez tenga el cargo o la voluntad de expandir el sueño chavista. El misterio es si tendrá la capacidad, las ideas y -obvio- los dólares necesarios para transformar algo tan indefinido como el socialismo del siglo XXI en una forma de vida continental.
No hubo nada de intrascendente en el impulso y la efervescencia del duelo que ayer se apoderó de algunos países, y podría creerse que hay esperanzas válidas para ese sueño. Pero, aunque se sustente en ellas, el sueño bolivariano necesita más que emoción y mística para sobrevivir. Sus potenciales herederos lo saben.
De hecho, lo más probable es que Maduro no tenga ni el tiempo ni la habilidad para llevar hasta el fin la gesta regional. El vicepresidente hace todo lo posible para parecerse a su mentor, pero su falta de carisma queda siempre en evidencia. Además, tendrá otros desafíos por delante: cimentar su poder ante una eventual campaña presidencial contra, seguramente, Henrique Capriles, y reanimar la economía. Menuda tarea.
Y esa insencilla tarea amenaza, este año, al combustible básico y ultra necesario de la revolución: los petrodólares. Lejos de ser el único pilar del sueño de Chávez, los ingresos petroleros de Venezuela permitieron al presidente acudir en rápido rescate de gobiernos o candidatos que prometían alimentar la quimera regional.
La gran isla de los Castro es el gran beneficiario: recibe 102.000 barriles diarios de petróleo a precio subsidiado, lo que cubre el 60% de sus necesidades energéticas anuales. Nicaragua le sigue entre los afortunados: el 80% de su consumo de energía está subvencionado por Caracas. Y, siempre de acuerdo con la oposición venezolana, la Argentina es la tercera entre las naciones más beneficiadas por los dólares chavistas.
Es bastante improbable que en esos países esté el heredero de Bolívar y Chávez. Raúl Castro no tiene ni la edad ni la legitimidad electoral. Su gestión económica, por otro lado, tampoco es digna de ejemplo; mucho menos lo será sin su amigo Chávez.
En el otro destino caribeño, Daniel Ortega tiene, como Castro, los blasones de la izquierda, pero gobierna uno de los países más pobres de la región. Y, aunque Cristina Kirchner nunca mostró mucha ambición de influencia regional, ahora tal vez podría querer llenar el vacío. Oportunista como es, no vacilará en intentarlo.
Podríamos intentar ubicar al sucesor en Bolivia o en Ecuador. Los gobiernos de ambas naciones fueron buenos alumnos y reprodujeron otros de los vectores de la revolución chavista: la concentración del poder público bajo el pretexto de la lucha contra los poderes establecidos y la ofensiva contra la prensa independiente.
Evo Morales da el pinet necesario, pero comanda una nación golpeada por la pobreza y la desigualdad. Queda entonces Correa, a quien ya le preguntaron si le interesaría el puesto de revolucionario en jefe. Él, con la dosis necesaria de demagogia, respondió que, en la región, sobran los líderes dignos de suceder a Chávez, pero que el gran motor de cambio de la revolución no son los presidentes, sino "el pueblo latinoamericano". Grandilocuentes palabras vacías de contenido.
Sin embargo, Correa tiene la capacidad de crear y ganar batallas, y el carisma de Chávez. Pero lejos está de provocar la mística regional que el presidente venezolano suscitó. De más está decir que tampoco dispone de los excedentes que el hombre de Barinas tuvo a lo largo de sus casi 14 años de poder.
El deceso de Chávez no representa el final del éxito más contundente de su revolución: la lucha contra la pobreza. Sin embargo, ése es también el gran logro de otra izquierda, una menos rupturista y muchísimo más pacífica, que ahora tal vez se afiance como el modelo regional: la de Brasil. Ni Lula ni Dilma confrontaban con Chávez. Pero su sola presencia y el poder, junto con la estabilidad, el desarrollo y la renovación de Brasil, dejan al descubierto la gran contradicción del socialismo del siglo XXI.
Por estos días, y ya sin su padre fundador, los que alguna vez fueron los motores de la revolución son precisamente los nubarrones que amenazan con acabarla: el personalismo, la concentración del poder, la dependencia del petróleo y la construcción permanente de enemigos.
Malas mezclas, ingredientes del pasado.
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