jueves, 14 de marzo de 2013

Peligrosa oscilación de la realidad económica argentina

Por Ariel Torres


Hasta hace apenas 7 años, con crecimiento a tasas chinas, superávits gemelos e indicadores sociales recuperados, la Argentina parecía condenada al éxito; paradójicamente, a fines de 2012, apagones, cacerolazos y paros traían ominosos recuerdos del 2001. "Lo único que me preocupa es si la crisis llegará antes o después de las elecciones", se pregunta (y me preguntan) algunos de mis lectores, después de leer una columna reciente. "Esto así se va al c…", resumía un colega hace unos días en alusión a la combinación de inflación en ascenso, reservas en descenso, brecha cambiaria bolivariana y crecimiento japonés.
De todas maneras, este tipo de impresiones teñidas de emocionalidad, suelen pintar mejor el árbol que el bosque.
Lo que se está viviendo es una espera de la definición. Hace décadas que el país oscila entre la ilusión de la recuperación y desencanto de la crisis. No tenemos registro de períodos de crecimiento lento pero seguro, ni de largas recesiones; lo más parecido, la odisea aliancista, fue en última instancia un lento descarrilamiento. Tal vez por eso nos cuesta concebir un escenario en el que nada cambia, o en el que todo cambia de manera pausada, imperceptible, como en un estofado lento. Tenemos una aversión natural a la medianía, especialmente si esta medianía intermedia, neurótica, está asociada al malestar y a la postergación. Soñamos con un desenlace, un cierre y así alimentamos las fantasías de crisis o recuperación.
La pregunta si colapsamos o rebotamos radica en si el oficialismo apuesta al despegue de la mano de China, Brasil, la soja o Vaca Muerta (y le prende una vela a una virtuosa alineación de países y commodities mientras aguarda el ocaso del capitalismo destituyente), o la oposición se ilusiona con la inflación y el dólar blue a la espera de que las penurias económicas y el voto negativo hagan el trabajo por ella.
Lamentablemente en la Argentina actual la dinámica de una crisis es casi tan difícil de delinear como las razones de un despegue. Para que algo se rompa hace falta una fragilidad: el déficit crónico heredado del sobreendeudamiento hacia fines de los ochenta o el sobreendeudamiento en dólares heredado de la convertibilidad a fines de los noventa. Sin éstos, lo más probable es que, en el peor de los casos, lo que enfrentemos sea una recesión. Ni emergencia ni hundimiento sino una lenta y prolongada deriva, justo en el medio entre el colapso y el milagro, entre el 5% de crecimiento de los oráculos oficiales y el -1% de algunos analistas menos pacientes con el modelo.
Pareciera que la crisis “se estuviera haciendo rogar”, y aquí las razones son varias y remiten a lo logrado a la salida de la crisis y a la naturaleza autoinfligida de los síntomas actuales.
El endeudamiento en la actualidad está en mínimos históricos (aunque si contamos compromisos ocultos y pagos postergados, probablemente haya dejado de caer hace un par de años). El déficit fiscal es manejable y depende en gran medida de subsidios a la clase media que debieron haber sido reducidos hace tiempo. La inflación inercial podría atacarse de manera incruenta con una combinación de transparencia (un IPC genuino), política (un banco central que se ocupe del tema) y un acuerdo de precios y salarios alrededor de una pauta. Y la escasez de dólares se debe menos a la apreciación del peso que a la obcecación del Gobierno por alienar al capital privado, extranjero y local. Simplificando, podría concluirse que si la Argentina moderara la inflación y recibiera inversiones extranjeras en petróleo, minería e infraestructura -algo que tarde o temprano sucederá- el tipo de cambio estaría más cerca del oficial que del paralelo, los controles serían redundantes, reviviría el crédito de mediano plazo y el crecimiento convergería al 5% regional.

Todos conocemos el resultado de una crisis económica: es la manera más traumática en la que se resuelve un reacomodamiento que no puede instrumentarse de manera gradual: una quita de deuda, una devaluación, un ajuste de ingresos reales. Pero si el escenario de llegada no difiere mucho del de partida, si no existe esta necesidad de un reacomodamiento brusco, no hay razones para que la acumulación de errores precipite una corrección masiva. Con un tipo de cambio bajo presión pero que al final del día no debería ser muy distinto del actual y un déficit que se deteriora pero sin llegar al desmadre de los 80, habrá que acostumbrarse a una brecha cambiaria volátil y creciente, una presión e intervención fiscal en aumento y una inflación reptando por arriba del 30%.
Como hasta ahora.
Más optimista parecería ser quien anticipa la crisis como un baño de realidad, como preámbulo de un cambio para mejor; las crisis no son el comienzo de nada bueno. Más pesimista sería, inadvertidamente, quien vaticina con alegría una eternidad de controles y ajustes atolondrados y derrape lento a contrapelo de la región; insistir en el error sólo nos aleja de la solución.
Me resulta trabajoso imaginar esta deriva sin desenlace, pero es lo que hay. Probablemente nos esperen treinta meses más de discusiones inverosímiles sobre los orígenes de la inflación y de recetas exóticas de economistas amateur. Treinta meses de vehemente improvisación y celebraciones histéricas en cadena. Treinta meses de enervante calma chicha, y ninguna crisis.
Me gustaría más pensar en treinta meses para pensar el futuro, para construir una alternativa que no huela a reciclaje. Porque nada sucederá por sí sólo, la crisis no nos salvará de la falta de ideas. Hay que remar.

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