Por Ariel Torres
El kirchnerismo quiere que la realidad actual se "liquide" exclusivamente en el mercado oficial de la interpretación, de la misma manera que con el control de cambios. Y ataca ferozmente las interpretaciones alternativas de esa realidad. Pero eso no hace otra cosa que disparar también una brecha interpretativa entre los hechos oficiales y los paralelos. Y así como las restricciones a la compra de dólares acrecientan su cotización marginal, las inverosímiles y forzadas interpretaciones oficiales a casi todo lo que ocurre, dispara un mercado paralelo de interpretaciones cada vez más divorciado del oficial. Así, la Argentina se ha convertido en un inmenso mercado de subtitulados de lo oficial, ya no sólo del Indec. Nos hemos convertido en especialistas en leer entre líneas. No es extraño: en el país en el que La Salada ofrece sus productos directamente por la Web, estamos esencialmente entrenados para leer la doble faz en lo que ocurre. Shakespeare decía que el demonio podía citar a las escrituras para sus propósitos. Se recita la Constitución y se proclama el bien público, pero existe una brecha entre las cosas y sus funciones, entre la finalidad de las instituciones y su perversión operativa.
¿Quién cree que el ataque a YPF proviene de alguna necesidad superior del Estado, de algún argumento vinculado con el bien público? (Si lo fuera, ¿por qué no se le ofreció al Estado mismo hacer el negocio de comprar la compañía con dividendos futuros?) Todo el mundo decodifica ese ataque como una represalia a algún negocio o pacto fallido entre los Kirchner y Eskenazi. En otro orden de cosas, ¿cómo subtitular a la Presidenta cuando busca, en una actitud que recuerda a Edipo, quién es el responsable de la tragedia ferroviaria, como si el Estado fuera ajeno a la cuestión? O, de la misma manera, ¿quién cree que la salida del aire de Longobardi obedezca a la rigidez de horarios que maneja C5N? El mercado paralelo ya ha cotizado lo ocurrido como un acto de autoritarismo. Autoritarismo que se extiende en el preocupante uso del aparato del Estado para descalificar a ciudadanos que piensan de otra manera. Lejos del terrorismo de Estado, pero cerca de una forma de supresión semántica del otro.
Sin embargo, también estamos corriendo otro riesgo, porque la cotización paralela de las interpretaciones también se está desbocando, razón por la cual se cometen insólitos excesos, como el de la Presidenta al llamar nazis a los periodistas, o el de sus opositores al comparar el aparato de propaganda del Gobierno con Goebbels. Llevar la realidad argentina a los horrores de la Segunda Guerra es una recurrente tentación dentro de esta escalada de ataques verbales. No hay más que recordar el tan sensible símil que usó Boudou cuando identificó a algunos periodistas con quienes limpiaban los hornos crematorios. El problema de caer en excesos en las denominaciones es que, si las cosas se agravan, ya no queda lenguaje para designarlas. Y si no queda lenguaje, porque se lo ha anestesiado con su uso hipertrófico, dañamos la capacidad de metabolizar y de mantener la distancia crítica de la sociedad frente a lo que le ocurre.
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