Como es notorio, el Gobierno ha elegido
el camino de lo que llama gradualismo, normalización o gobernabilidad. Sin
analizar lo acertado o no de la decisión, este camino elegido tiene efectos o
defectos que vengo analizado incluso desde antes del triunfo de Cambiemos.
Cuando se ataca gradualmente al
minotauro salvaje y corrupto del gasto, un animal antediluviano multipartidario
y libre de toda ideología, el sistema pone en funcionamiento todos sus recursos
de supervivencia, como cualquier cucaracha haría.
Si
se resuelve el problema del cepo y el atraso cambiario, de inmediato aparecen
pedidos de ayuda para salvar a las “víctimas” de los efectos colaterales de la
medida. El Gobierno, como en una tragedia griega, hace inexorablemente lo
que se sabe que hará, aunque no deba hacerlo. Entonces, vienen los parches que
suavizan la medida, que en el fondo la neutralizan y crean mayor déficit.
Si
se regulariza el laberinto infernal de los subsidios a las tarifas, sólo una
mínima recomposición de los términos relativos, aparecen las protestas
sectoriales y entonces se lanzan subsidios, créditos especiales, planes de
rescate y otros. Lo que crea nuevo déficit. Por supuesto que como esos efectos
están descontados en las paritarias, también golpean en los aumentos de sueldo,
con lo cual los costos privados y estatales aumentan, y con ellos el déficit.
Si se despide a un número mínimo de
empleados del Estado claramente ñoquis, y en el sector privado se produce
alguna reducción leve como consecuencia de la absorción de base monetaria
inevitable, rápidamente nacen protestas y leyes anti-antidespidos que obligan a
negociaciones, concesiones, acuerdos, pactos sociales y otras medidas
obsoletas, con costos que aumentan el déficit.
Siguen luego los planes del tipo Repro
(Programa de Reproducción Productiva) y similares en los casos de quiebras o
inviabilidad de empresas, que terminan en la exageración de Cresta Roja, que
sigue viviendo del Estado, aunque su debacle no tuviera nada que ver con medida
alguna de este Gobierno.
Debe
ser sumamente agotador para el Gobierno dedicar tanto tiempo todos los días para
neutralizar el efecto de las propias medidas que toma justamente para
neutralizar el efecto de las medidas ajenas.
En igual línea está cualquier aumento
relacionado con la reducción de retenciones, que de inmediato requiere una
nueva intervención estatal para anular, aunque sea parcialmente, el efecto de
la medida que tanto costó tomar. Por eso se explica el triste espectáculo de
funcionarios y entidades atacando a los formadores de precios, unos canallas
que han elegido Argentina para hacerla víctima de las peores maldades.
La suba de tasas, imprescindible en el
corto plazo para contener la inflación al no bajar el gasto, produce, a su vez,
efectos que, tras criticados, son subsidiados con algún crédito barato,
moratoria o parche impositivo. Otra vez más costo fiscal.
No falta demasiado para que se pida una
limitación de exportaciones para cuidar el consumo interno, lo que será
resuelto con más sacrificio fiscal. En el caso de las importaciones, el
proteccionismo sigue tan rígido como antes de asumir Cambiemos; basta ver el
grosero juego de influencias y amenazas desplegado por la mayor productora de
tubos de acero del país porque una licitación se adjudicó a alguien que usaba
caños que costaban casi un tercio que los suyos.
El proteccionismo y los beneficiarios
del gasto superfluo del Estado se están comportando como era previsible que lo
hicieran, con la complicidad del sindicalismo, socio permanente de ambas
lacras. El gradualismo, con el apodo que fuera, es lo mejor que les podría
haber pasado. Todos los costos que la sociedad, no el Gobierno, está pagando y
seguirá pagando tienen que ver con esa decisión central.
Y como fondo de la salsa, las enormes
concesiones que deben hacerse a los gobernadores, los intendentes y los
sindicalistas para conseguir aprobación de algunas medidas, o al menos una
cierta tolerancia en otras. También con costo fiscal.
Esto tiene consecuencias económicas
profundas. La recomposición de los términos relativos tiende a neutralizarse
con todos los parches. El déficit no baja adecuadamente y entonces pone presión
sobre la emisión-inflación y la carga impositiva. El tiempo del idilio pasa y
el del desgaste se acerca, que es lo que espera el enemigo gastador serial y
prebendario empresario.
Esa
recomposición de los términos relativos, junto con el mantenimiento de la
inflación en niveles bajos y previsibles, es esencial a la inversión, o sea,
esencial al crecimiento. Y el crecimiento es el único camino que le queda al Gobierno luego
de haber elegido el gradualismo o la normalización, como tenga ganas de
apodarlo.
Justamente
porque esa inversión se demorará si no se solucionan esas normalizaciones
neutralizadas, es absurdo celebrar cualquier lluvia de dólares que venga al
país, sea vía un blanqueo prematuro, como se piensa, sea hot money golondrina,
o por endeudamiento liso y llano. Porque a este paso y con esta normalización
que tiende al gatopardismo, esos dólares terminarán presionando hacia abajo el
tipo de cambio y entonces el paso siguiente será la queja porque no se puede
exportar, y el círculo (no el rojo, precisamente) se habrá completado.
No le hacen un favor al Gobierno los
samaritanos de la tolerancia que predican que se le dé más tiempo. Tampoco se
lo hacen al país. El favor se lo hacen a los que quieren que nada cambie.