Se dice por ahí que en la vejez se invierte el orden natural de
las cosas, y mi analogía me permite jugar también con el andar de ciertos
proyectos políticos. Tanto en uno como en otro caso, durante los inevitables
epílogos, todo lo que debe bajar (colesterol, presión y déficit fiscal), sube,
y todo lo que debe estar alto (calcio, empleo y consumo), baja. Lo que debe
mantenerse pequeño se agranda (próstata, inflación y recesión), y todo lo
grande tiende a achicarse (músculos, estatura y reservas). Lo blando y flexible
se endurece (arterias, articulaciones e ideología) y todo lo que debe ser duro
se afloja (huesos, dientes y ética). Esta visión geriátrica, poco ortodoxa y
divertida de la política resulta acertada, puesto que la única duda que cruza
hoy el escenario nacional es si el kirchnerismo, antes de reencarnarse en
futuras vidas, tendrá una vejez digna o una decrepitud penosa.
Las
señales de estos últimos días –con cifras, hechos, gestos, gritos y susurros-
abonan la impresión de que el desmoronamiento político se acentúa y que la
crisis económica va barranca abajo. Ya es un hecho que los alimentos han subido
un 20%, que las naftas han trepado hasta un 44%, que las facturas de gas vienen
con incrementos promedio de 300%, que el intercambio comercial con Brasil ha
caído un 22%, que la producción de autos se desplomó 34% sólo en el mes de
agosto, que la inflación anual rondará el 40%, que cierran empresas y
comercios, y que la demanda de dólares marca nuevos récords. La mismísima CFK abonó
una cierta aunque inútil sensación dramática al anticipar insólitamente
posibles saqueos y revueltas de fin de año. Mi sensación es que intenta meter
en líos a los líderes sindicales desobedientes y de paso curarse en salud, pero
lo que termina revelando sin proponérselo es un secreto a voces en los pasillos
de Balcarce 50: un temor creciente a que esta decadencia no asumida produzca
una combustión social.
Como
bien viene diciendo el arriesgado periodista Jorge Fernández Díaz domingo a
domingo, hay algunas reflexiones que ya suenan fuerte hasta en el seno mismo
del modelo cristinista. Un fanático de la Argentina y de Buenos Aires, como es
Joaquín Sabina, que incluso ha simpatizado con algunas políticas de Néstor
Kirchner, se animó a trazar por estos días un diagnóstico desde el más básico sentido
común: "Me alarma la inflación desmesurada y el grado de violencia que hay
otra vez en las calles, y en las villas. Y el problema con los fondos buitre.
Particularmente en ese caso, estoy bastante de acuerdo con el Gobierno, pero me
parece que carecen de diplomacia. Falta sutileza para tratar el tema. Y pasa lo
que siempre pasa con los gobiernos peronistas. Que han dividido mucho. Es una
pena muy grande que eso suceda".
Casi en
el mismo sentido, el filósofo José Pablo Feinmann, intelectual que acompañó los
procesos impulsados por la gestión del Frente para la Victoria, se atrevió a
decir que le disgustan muchas cosas que pasan en la Argentina, y lo cito:
"creo que Boudou no tiene condiciones para vicepresidente, ni las tuvo
nunca. Y el kirchnerismo eligió muy mal; es muy joven, muy jodón, viene de la
Ucedé, le gustan las motocicletas y las minas. Es necesario que salga a aclarar
su situación rápido, frente a la sociedad, claramente y sin demoras".
Otro
insospechable colega, ideólogo de un modelo que nunca llegó a practicarse con
eficiencia, y hablo de Aldo Ferrer, hizo una valoración crítica del momento: “la
falta de dólares y el deterioro de la situación fiscal han generado un cuadro
de expectativas negativas que estimuló la inflación y la fuga de
capitales", se lamentó. También lo deslizó Héctor Méndez, representante
del sector económico que los kirchneristas reivindican y que supuestamente han
venido a fortalecer, suspendiendo los festejos del Día de la Industria, y
manifestando la enorme tristeza que impera entre sus colegas por la crisis, al
tiempo de arremeter contra la tropa legislativa del oficialismo, que con
"obediencia debida" anda votando para meterle mano a las empresas con
la ley de abastecimiento.
Al
ritmo de Kicillof, el Gobierno parece por primera vez sordo a sus propias
voces, vetusto, pasado de moda, sin ocurrencias ni aliento, soterradamente
desmoralizado. El truco barato de los buitres como culpables de todos los males
fue un respirador artificial para un enfermo que ya boqueaba. Pero esas
terapias extremas no sirven más que como paliativos; de ninguna manera
constituyen una solución de largo plazo.
Causa
vergüenza ajena, y propia, ver a dos jueces federales (Servini de Cubría y
Oyarbide), cada uno por causas y con intenciones distintas, subir voluntaria o
involuntariamente a la agenda los vínculos del kirchnerismo con la mafia de los
medicamentos, el tráfico de efedrina y el mundo los narcos internacionales,
asunto de una inusitada gravedad institucional, que en esta sociedad embarrada
y cobarde todavía no produce asombro ni escalofríos.
En
medio de todo, en el patio de su planeta feliz, el jefe de Gabinete arroja cada
mañana una frase para la antología del dislate: este martes decretó que se
había erradicado la pobreza dura. El vicepresidente de la Nación, como ya se
vio, es aquel tío travieso y pecador que hace muecas en la punta de la mesa. El
secretario de Seguridad es el impostor engominado que llega a la fiesta
familiar disfrazado de vigilante, y que se excusa diciendo cumplir órdenes de
la jefa del clan, una dama llena de principios rígidos, que se vuelven
convenientemente laxos y gomosos al compás de las encuestas. Los chicos
camporistas corren por el Estado como niños tiranos, comprando juguetes y
apoderándose de cajas contra reloj, mientras los honestos funcionarios de
carrera de la administración pública sufren en silencio. El equipo kirchnerista
parece ese personaje gagá que hace papelones obscenos en los bautismos.
Acaso
el gran yerro por estos días haya sido anunciar el repliegue de 5000 efectivos
de la Policía Federal que custodian varios barrios de la ciudad de Buenos
Aires. Ignoro el sentido político real que podía tener una medida tan
extemporánea, si no es perjudicar a Macri, castigando así a un distrito que se
mantiene adverso a los efluvios del kirchnerismo. Resulta difícil tratar de
imaginar quien le acercó esta peregrina idea a la presidenta, pero todo apunta
a su caballero del helicóptero, esta especie de Kicillof de la calle, aunque
seguramente también de debe haber explicado que si persiste con esta ocurrencia
los primeros cadáveres ensangrentados de la inseguridad porteña caerán
impiadosamente en el living del despacho presidencial.
Se
puede estar de acuerdo o en desacuerdo con el Gobierno, pero hay un punto
innegable: antes no cometía tan gruesos errores de cálculo. El sistema de toma
de decisiones es hoy impulsivo y tambaleante, y parafraseando al gran Cerati,
ha entrado "en un lento degradé". Es sabido que a los estadistas el
poder los envejece a una velocidad de miedo; también que les cuesta aceptar su
propia declinación: al principio gobiernan con los mejores, luego con los
amigos y al final con los que quedan. Parecen esos veteranos jugadores a
quienes sólo los retiran las lesiones a repetición, o esos hombres mayores que
no aceptan su edad y caen en los ridículos del viejazo.
El
hecho de carecer de una heredad electoral aumenta ese anquilosamiento: para un
proyecto agotado y sin más salida que una retirada, ejercer el poder es lo
mismo que jugar al vóley y pretender pegar por sobre el bloqueo pesando 110
kilos. Cambiar el destino de una decrepitud triste mutándola en una vejez
elegante parece ser el último gran desafío de CFK.
Y por
el bien de todo y todos, ojalá tenga agallas para hacerlo.
Fuentes: Jorge Fernandez Díaz y La Nación
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