Es muy complicado tratar de ser claro y conciso en un tema tan
álgido, pero la realidad es que el proyecto de reforma del Código Penal,
elaborado por una especie de comisión multipartidaria pero ideológicamente
homogénea -de promulgarse- inaugurará una parte especial dedicada a la
codificación de los delitos contra la humanidad, entre los que se incluyen el
genocidio, la desaparición forzada, los delitos de guerra y la conspiración.
Visto así, el Código
refrendará así la política asumida por el Estado democrático, que continúa llevando a juicio a los
responsables de aquellos delitos recurriendo a la tan denostada "justicia
retributiva", que parece lícita para los genocidas pero parece impensable
para quienes perpetran o favorecen una suerte de "masacre por goteo",
donde los reincidentes hasta los funcionarios avalan con su silencio el
incremento de los delitos contra la vida. A la vez, abusando de la impotencia
ciudadana, se erigen como partícipes necesarios a través de un blindaje
jurídico que los exime de ser juzgados no sólo por omisión, sino por los
delitos de corrupción.
Con el nuevo Código, que insiste en tratarse
en las próximas sesiones ordinarias del Congreso, la pena máxima -prevista solamente
para los crímenes contra la humanidad- será de 30 años, un islote de castigo en
el vasto océano liberado para los funcionarios y para los criminales comunes, a
quienes se les reduce la prisión a un mínimo mediante el programa de estímulo
educativo vigente, que excarcela al reo hasta dos años antes de cumplida la
pena. A eso se suma la instrumentación de "penas alternativas",
aplicadas en países civilizados para quien ensucia un monumento público o
interrumpe el tránsito y no para los asesinos reincidentes que destruyen vidas
y familias enteras en el día a día.
En una oportunidad, el
diputado Federico Pinedo exaltó la construcción de "un código que refleje
cuál es la jerarquía de valores de la sociedad argentina para convivir en
paz". Suena muy bien, pero esta retórica exige, cuando menos, más de una
explicitación: hablando de valores, por ejemplo, me gustaría saber cuál es el
sector de la sociedad que los defiende. Porque si es un corporativismo
impostado que, por acción u omisión, promovió una inseguridad creciente,
denunciada como la primera de las preocupaciones ciudadanas, paso, no me
interesa. Más palabras sobre palabras.
Y si de pacificación
social se trata, cual sería ese género de "paz" que se aspira a
lograr si el nuevo Código normativiza un dispositivo de poder que ya se aplica
de hecho con las consecuencias por todos reconocidas, como es el incremento de
la violencia doméstica y callejera, del patoterismo promovido desde el Estado,
de la impunidad compensada por los ajustes de cuentas y la justicia por mano
propia. Sólo por nombrar los más comunes en los últimos años.
Sin embargo, aún con semejante
escenario, ningún partido del arco opositor se preocupó por la seguridad
ciudadana. Fueron y son colaboracionistas de una batalla cultural victoriosa
que hace del delincuente un mártir. ¿Acaso no se preguntan cómo es posible que
en democracia se hayan multiplicado por varias decenas de miles las víctimas de
la violencia pública manifestada de muy diversas formas pero con el denominador
común de la ausencia del Estado?
Si sumamos los muertos
por inseguridad a los muertos por evitables delitos de tránsito, estamos frente
a una suerte de "genocidio" imputable a una irresponsabilidad de los
tres poderes que nos gobiernan, sometidos por igual a una angelización de los
delincuentes y a una impune indiferencia ante las víctimas, la mayoría
proveniente de los sectores más vulnerables de la población.
La política penal
corporativa trasladó perversamente la dialéctica amigo-enemigo a la dimensión subjetiva,
generando una criminalización de la pobreza en el imaginario colectivo cuyo
resultado es una ruptura del entramado social. Gracias a un dispositivo canalla
que relativiza cuando no invalida el temor del ciudadano medio, logró que el
ciudadano común asocie hoy a quienes viven en zonas precarias con quienes viven
del delito. Cuando, en verdad, la experiencia siniestra de los últimos años nos
obliga a cambiar el eje de la discusión: la "mano dura" es del que
gatilla, atropella, viola o mata u ordena hacerlo, provenga de donde provenga.
Y la "mano blanda" es de los funcionarios, de las organizaciones de
derechos humanos sectarias y de aquellos ciudadanos "progres" que
atribuyen esas vidas destruidas a las contingencias de la existencia misma
("le toca a cualquiera").
Aquellos que miran el
vaso medio lleno, con este placebo alivian su conciencia, condonando a quienes,
por justicia, no deberían serlo. Pues es fácil ser generoso pagando la libra de
carne con el dolor ajeno. Esta dicotomía perversa -mano dura versus mano
blanda- es una transfiguración de nuestro pasado.
Las políticas de la
memoria instaladas en la
Argentina son tecnologías del olvido de una parte del pasado,
una negación del presente y una utopía de futuro. Para quienes no padecemos de
una escisión de la memoria, la falta de represión del delito funciona como en
su momento funcionó el terrorismo de Estado y antes la lucha armada.
Así como las Madres de
Plaza de Mayo buscaban a sus hijos desaparecidos y el Estado dictatorial
silenciaba sus reclamos, los enlutados de hoy y de siempre buscamos justicia y
el Estado democrático pero antirrepublicano silencia los nuestros. Muchos de
los de entonces murieron en pos de un ideario auténticamente elegido, mientras
que los muertos de hoy suelen ser brutalmente violentados sin vocación alguna.
Ni siquiera son ofrendados por ideales que puedan ser invocados y cuya
persecución no justificaría pero, cuando menos, concedería alguna suerte de
sentido a esas muertes absurdas.
Cabe preguntarse -desde
el derecho de la víctima y desde el dolor de sus sobrevivientes- dónde están
los organismos de derechos humanos que asisten a presidiarios que violaron el
derecho a la vida, pero jamás se ocuparon de los derechos humanos de sus
víctimas violentadas. Resulta paradigmático ver aquellos pañuelos blancos que,
trastocados, hoy limpian las botas de sus otrora enemigos.
En lo que toca a la
legitimación de medidas penales que ya se aplican de hecho, alcemos la voz para
que nuestros representantes respondan al mandato popular. Y en cuanto a los
derechos humanos, tal vez se trate de comenzar por reconocer la necesidad de
recuperar su sentido originario para que sea patrimonio de todos los argentinos
y no de corporaciones hermanadas por la indiferencia.
De asentir con nuestro
silencio, se cierra el círculo, pese a que sólo por falso candor o por letal
desvarío se puede tener fe en este catecismo perverso.
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