Argentina va en camino de repetir otra crisis, esta vez de la
mano del populismo. Si lo hacen por ideología o por incapacidad, esa pregunta es
la quinta esencia del peronismo existencial, y está detrás de muchas críticas a
la actual gestión. Para algunos –entre los que me incluyo- en el Gobierno prima
la incapacidad más recalcitrante, que es la que se ampara en la obcecación. Las
divisiones dentro del oficialismo y la impericia de muchos funcionarios -entre
los cuales el ex secretario Guillermo Moreno fue blanco favorito- abonas estas
ideas.
Otras críticas hacen puntería en lo ideológico y disparan contra
el núcleo duro que rodea a CFK, esos conversos de "la razón
populista" que, en clave posmoderna, patrocinan un menú de convergencia
entre los totalitarismos modernos del siglo pasado. Los críticos de la
ideología ven en la gestión oficial un hilo de continuidad consecuente con el
"vamos por todo" para instalar en el país una suerte de democracia
plebiscitaria-delegativa y un corporativismo económico, con los amigos del
régimen como socios capitalistas.
En mi caso estrictamente particular, la ideología y la
incapacidad comparten culpas concurrentes en proporciones que aún no puedo
definir.
Ha y
ocasiones que los países se entrampan a sí mismos en una maraña institucional
que retroalimenta el autoritarismo político y la economía extractiva de rentas con
distribucionismo clientelar. De allí que muchas medidas económicas en
apariencia irracionales responden a la necesidad de un modelo, no a la
ignorancia. Desde esta óptica, Guillermo Moreno, tal vez deba ser considerado como
el más ortodoxo de los intérpretes de la partitura populista. Y es posible que,
de no haber sido por sus intervenciones para cuidar los dólares del saldo
comercial, los tiempos institucionales de un nuevo "rodrigazo" se
habrían precipitado.
Va
siendo tiempo de que los argentinos comprendamos que el problema no es un
funcionario, y ni siquiera el kirchnerismo en este caso, sino más bien sea un problema
de cepo institucional (político y económico) que somete a los argentinos, y que
durante décadas ha tornado inviable la aplicación de políticas alternativas. Definitivamente
nuestro fracaso como país es el poco respeto que le tenemos a las instituciones.
Hace
tiempo ya que deberíamos haber reflexionado sobre los condicionantes
institucionales de ciertas políticas incomprensibles. Hay muchos ejemplo de
historia económica, y sinceramente no pretendo aburrirlos en exceso, pero le
prometo que vale la pena para “nadar” en el contexto: finalizanodo la décad del
60, el primer ministro de Ghana, un tal Kofi Busia, y contra el consejo de
quienes lo asesoraban, insistió en el repertorio populista, luego de una crisis
radical. Como era de prever, Ghana pronto empezó a sufrir la escasez de divisas
y una crisis de balanza de pagos, al estilo de lo que pasa hoy en Venezuela. En
1971 tuvo que devaluar y liberar los controles a cambio de un préstamo
condicionado del FMI, como tantas otras veces hemos visto y sufrido por estas
pampas. Esas nuevas medidas detonaron una revuelta popular en Agra, la capital,
y el gobierno fue derrocado, aunque no se fueron en helicóptero por los techos.
El que sucedió a Busia volvió a las viejas prácticas de transferir recursos a
algunos grupos poderosos y exprimir la agricultura para dar comida barata a los
centros urbanos y proveer recursos a un fisco dispendioso que sostenía una
estructura clientelar. Es algo así como una especie de corsé institucional, una
cosa o la otra, haciendo estéril la aplicación de medidas que sugieren las reglas
del arte y la experiencia comparada. Es imprescindible la sinergia
institucional entre lo político y lo económico, clave del éxito o del fracaso
en los procesos de desarrollo.
En
este punto, pareciera que estuviéramos condenados al populismo, en virtud de un
determinismo cultural que a estas alturas suena como mínimo, retrógrado. Otro
caso de historia económica: la ciudad de Nogales, en el estado de Arizona, y su
homónima del estado de Sonora en México., vecinas, asentadas sobre un mismo
valle, pero con muy diferentes niveles de desarrollo económico y social, incluso
proviniendo de un patrimonio cultural e incluso familiar común. Si ampliamos,
podemos decir que Corea del Norte y Corea del Sur también comparten
denominadores culturales de origen, pero los arreglos institucionales a los que
están expuestas han determinado resultados económicos y sociales muy distintos,
demostrando que las culturas semejantes se transforman y modifican en función
de las instituciones vigentes. Las prácticas, normas y valores predominantes en
un medio social son influidos y pueden cambiar con cambios institucionales.
Corea del Sur es uno de los países más ricos del mundo, mientras Corea del
Norte lucha contra las hambrunas periódicas y la pobreza generalizada.
Una de
las razones que marcan límites a las instituciones económicas extractivas es el
populismo, que consume stocks y redistribuye rentas en una estructura
clientelar del Estado. Son instituciones que reprimen la innovación y la
productividad, distorsionan los incentivos, abusan del financiamiento externo o
inflacionario, y frenan la inversión y el desarrollo. Es el caso de Venezuela y
Argentina, en América Latina. Pero el límite económico del agotamiento de un
arreglo institucional extractivo, no necesariamente implica su límite político,
como bien lo están sufriendo ambas sociedades.
De
esta muy sutil manera, las elites que se sirven de las instituciones
extractivas influyen o controlan las instituciones políticas y, frente a una
nueva debacle, se ocupan de que todo cambie para que nada cambie. La economía
se degrada y se agravan las lacras sociales, pero la política resiste el
cambio. Por eso, en la historia y en la experiencia comparada, los puntos de
inflexión institucionales empiezan en la política. Cuando en una coyuntura
crítica se aprovecha la deriva institucional para ligar voluntades, intereses y
liderazgos -que son catalizadores de políticas inclusivas- crece la chance de
que las instituciones económicas se transformen.
La
alternancia se debe principalmente a la democracia republicana y de los
consensos se impone definitivamente la democracia plebiscitaria personalista
y delegativa. En la
Argentina siempre tendremos posibilidades de cambiar la
institucionalidad económica populista, pero la batalla política no está ganada,
aunque haya algunas señales auspiciosas, como el creciente rechazo popular -límites
judiciales incluidos- a las reelecciones indefinidas. Es de destacar la
dinámica que empiezan a adquirir las primarias para consensuar programas, armar
listas y dirimir liderazgos; la difusión de mecanismos de boleta única y voto
electrónico en distintos distritos; la participación ciudadana independiente en
la fiscalización de los comicios, y la conformación de foros de diálogo y
consenso como el Acuerdo Democrático y el grupo de ex secretarios de Energía.
Para
todo esto, debe prevalecer la democracia de la Constitución y afianzar
el Estado de Derecho, aprovechando la inercia avanzando en la transformación de
las instituciones económicas, recreando una moneda estable, consolidando una
estructura productiva formal que genere empleo y promover la productividad
global, erradicando la pobreza y recuperando una educación de calidad
igualadora de oportunidades.
Nuestra
historia institucional ha tenido varios puntos de inflexión, por ejemplo con el
Pacto de San Nicolás de 1852, o con el proyecto plasmado en la Constitución del 53, donde
bastó una generación para convertir a la Argentina en un país de vanguardia en el mundo.
Sí, como suena: de vanguardia en el mundo. La ley 1420 de 1884 (educación
común, obligatoria y gratuita), heredera de aquella saga, fue una de las
instituciones más inclusivas en el contexto internacional de su época. Fue el
motor del ascenso social argentino.
Es
tiempo de volver a sorprender al mundo con un proyecto que nos una y que nos
permita sobreponernos al fracaso populista.
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