Por Ariel Torres
De repente me quedo en silencio y a oscuras. Como todas las
tardes me pongo un rato frente a la pantalla con las imágenes de cada jornada.
Hay normalmente asaltos, alguna muerte y escenas desagradables de la Argentina
y el mundo. Pero hoy, y ayer, y antes de ayer, y mañana, tocan las calles de
esta ciudad, y largas colas y rostros anónimos y tristes. Asemejan pinturas
surrealistas, pero sólo por un momento: un invierno de expresiones sombrías y fatiga desesperanzada las hace bien reales. Laburantes que esperan
resignados, uno detrás del otro, aquel miserable colectivo abarrotado y agónico
que los lleve a casa: una o dos horas por la mañana; una o dos horas por la
tarde.
No funcionan los subtes; los trenes matan, hieren y descarrillan
o son sacados de servicio, y los políticos juegan al ajedrez con esa mansa
infantería. Ciudadanos comunes y corrientes que son tratados como reses
bípedas, ocasionalmente –claro, lógico- como votantes clientelares, siempre
como consumidores que muevan la rueda. El modelo funciona a base de consumo, y
la inflación es una sartén donde la poca guita quema y debe ser gastada antes
de que se esfume.
Nada de ahorrar para el futuro, a fumársela toda y ya.
Tiemblo un poco, de escozor, de
escalofrío. Esa gente vive en un país donde hay un Estado controlador que genera
amplias zonas de anarquía. Es claramente un Estado totalizador con blancos
inexplicables. El resultado es un paradójico cruce entre control y caos. Algo
parecido a lo que practica el socialismo bolivariano del amigo Chávez, cuyo
gobierno quiere ocupar militar y políticamente todos los espacios y deja libres
algunos fundamentales: en Caracas hay un homicidio cada dos horas. La
contradicción de estas políticas parece un ominoso dibujo animado, donde a uno
lo encierran para protegerlo en una jaula con dos gorilas violadores. Y se
tragan la llave.
Alternativamente, y a su vez
muy lejos de esa sufrida marea de seres sin nombre, los políticos argentinos
viven, gozan y se pelean dentro de lo que en sociología se denomina "el
círculo rojo": los militantes, los esclarecidos, los dirigentes, los
empresarios y los periodistas. La élite. Que en la Argentina confunde todo el
tiempo realidad con símbolo.
Valga como ejemplo aquel
reduccionismo frívolo que devino en una explicación sobre el desencanto que le
produjo al progresismo la frase "felices pascuas", en los
alfonsinistas 80. "Cuando Raúl Alfonsín la pronunció dejé de
apoyarlo", me contaron cien veces. Las mismas cien veces que me dijeron “yo
no lo/a voté”. Había muchas razones para desencantarse con el alfonsinismo, y
todas eran más importantes que esas dos palabras desafortunadas. Del mismo
modo, ya era lo suficientemente justa y estimulante la política de derechos
humanos y los juicios a los responsables de la dictadura militar, impulsadas
por el kirchnerismo sin la necesidad de extasiarse porque Néstor Kirchner
pidiera que bajaran el cuadro de Videla.
Tan
impactante fue esa escena en el mundo progresista, que le quedó la impresión al
Gobierno de que podía atarse a los gestos, las escenografías y el marketing
épico. Porque el progresismo de pronto había borrado el tremendo mérito
alfonsinista de los juicios a los comandantes y se había vuelto incondicional
de esta administración. Tan fatuo y envuelto de plagio, como seguidista.
Y es allí donde comienza la
simbiosis por la forma más que por el fondo. Primero, le dio la idea al
"círculo rojo" de que se estaban llevando a cabo debates políticos de
profundidad. Tienen la profundidad de un plato de sopa. Desde entonces
celebramos una aerolínea de bandera, pero con pérdidas que de tan profundas dan
vértigo. Festejamos la estatización de YPF, pero no tenemos un maldito inversor
que nos ayude a sacar petróleo y seguimos importando combustible a precios
exorbitantes. Cuadruplicamos el presupuesto carcelario, pero con resultados militantemente
penosos. Damos millonarios subsidios a los transportes, pero los trenes y los
subtes y los colectivos son una calamidad. Volcamos cantidades importantes de
dinero en la educación, pero no logramos una escuela que reduzca las
desigualdades ni mejoramos la calidad de la enseñanza: los chicos aprenden en
peores condiciones y cada vez menos, y las universidades nivelan para abajo,
con una pendiente cada vez mayor. Hablamos de la salud, pero los hospitales
públicos están desvencijados y los médicos viven a merced de banditas de “empacados
delincuentes”, cada vez más precoces y peligrosos.
Hay un
pecado aún mayor: exaltamos la militancia juvenil, pero la convertimos en una
soldadesca obediente y sin espíritu crítico. Habrá que hacer, tarde o temprano,
un balance serio sobre estos años. Y destacar con honestidad intelectual los
rubros donde realmente se avanzó. La ciencia, por ejemplo. Pero luego habrá que
ver si poner dinero sin estrategia ni gestión no conduce a un país tan
ineficiente y mediocre como antes. Como siempre.
Convengamos que en ese
"círculo rojo" no suele haber personas que recurran a los hospitales
públicos ni que tomen subtes o trenes, más bien consumen escolta oficial o
seguridad privada. Se dedican al juego de dispararse dardos mutuamente y de
pontificar con la simbología. En ese mundo los economistas ortodoxos anuncian
tormentas terminales que nunca ocurren y los funcionarios desmienten
informaciones que meses después confirman silbando bajito. Un universo de
chicanas, de medias verdades y de gruesas mentiras. Yo mientras tanto, trato de
imaginarme a esta gente que hace la fila, soportando el frío, y escuchando por
radio cómo los políticos se echan la culpa los unos a los otros, y cómo
parlotean sobre ideologías y símbolos. "¿De qué hablan estos tipos? -se
preguntarán -. ¿En qué país viven? ¿Por qué si estamos tan mal no me siento
como en 2001? ¿Y por qué si estamos tan bien...nos va tan mal?".
Definitivamente, entre estos tipos y yo hay algo personal...
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