Por Ariel Torres
No hay que mirar muy lejos para darse cuenta que el mundo occidental vive una época de ausencia de liderazgos. Ya no es cuestión de análisis político, siendo que la erosión se extiende también al campo económico, social y religioso. La élite del poder es la que está puesta en cuestión, con las grandes crisis económicas, con su secuela de desempleo y desprotección estatal, las que ocasionan el colapso que abruma a los líderes. Pero hay otros factores que colaboran con esa caída, como por ejemplo el modo de responder a las dificultades, por ejemplo. Ante los problemas de legitimidad y consenso, los gobiernos suelen insistir en políticas desgastadas, descalifican a sus adversarios, dogmatismo ideológico, prepotencia paracultural. O bien con llamados a la reconciliación realizados sin verdadero espíritu transformador.
Si tuviéramos que buscar un ingrediente común en el desgaste de los liderazgos, podría decirse que, ante todo, implica un quiebre de la confianza. Se trata, en principio, de una pérdida de crédito, de un modo pragmático de esperar que los líderes resuelvan, en un lapso determinado, los problemas públicos. Pero la crisis de confianza va más allá y tiende a agravarse en épocas de dificultad económica y anomia cultural. Se manifiesta como una convicción sobre la irrevocable distancia entre los que tienen poder y los que carecen de él. Entre los que acceden a una vida facilitada por la riqueza, las influencias y los acomodos, y los que día tras día deben padecer las dificultades y las desgracias de la calle, de la intemperie, del anonimato.
Es un cóctel peligroso el hecho de que las sociedades pierdan la confianza en sus líderes alejándose de ellos y de las instituciones que representan. La democracia pretende atenuar ese desgaste por medio de la alternancia, porque es un buen supuesto que nuevos liderazgos reemplazarán a los devaluados, dando lugar a un tiempo de reconciliación del pueblo con el poder. Ricardo Alfonsín en su época, Carlos Menem en su momento y los Kirchner significaron eso en la Argentina de las últimas décadas, hasta caer en el descrédito casi total, en la actualidad. El período que se abre ahora encierra una serie de interrogantes acerca de si la alternancia será verdadera, si la eficacia para resolver problemas se restablecerá, si prevalecerán la honestidad y el reconocimiento del adversario, si habrá verdad o simulacro.
Personalmente siento que la democracia argentina está tan viva como fatigada. Los liderazgos se recortan, débiles, sobre ese horizonte incierto.
Paralelamente a todo este desencanto globalizado, caen las declaraciones del papa Francisco. Conocidas esta semana, cuesta calibrar la profundidad de los contenidos y la radicalidad de los cambios que anuncia. Pero a no confundir, porque ante todo es un tiro por elevación sobre la relación entre el poder y la sociedad. Tal vez el valor de este testimonio sea todavía mayor porque Francisco debe remontar la aberrante Iglesia de los abusos a menores, de la complicidad con el lujo, la corrupción y las dictaduras.
Nuestro Papa habla en la situación de un rey desnudo y afronta al mundo con una autocrítica admirable y una promesa tan auténtica como sideral.
En mi modesto entendimiento, las respuestas de Francisco atacan tres pilares en los que se asientan las miserias del poder: el abuso de autoridad, el dogmatismo doctrinario y la falta de reflexión. No le tiembla la voz cuando habla de la Iglesia Católica, su carga y responsabilidad personal, pero es una forma de referirse a la debilidad del poder mundial en distintos niveles y dimensiones. Porque si hay algo que está claro es que no es sólo el catolicismo el que corre el peligro de caer, o está cayendo, como un "castillo de naipes", sino más bien es una concepción del liderazgo la que se encuentra cuestionada y debe revisarse.
Es innegablemente verosímil escuchar a Francisco referirse a que la Iglesia no puede seguir obsesionándose con el aborto, la homosexualidad o los anticonceptivos, solicitándole que afloje un poco con el dogmatismo, expresado en las "pequeñas cosas", en las "reglas mezquinas" en las que se encierra, olvidándose de los problemas complejos y las realidades múltiples que atraviesan a las personas. Cuando el Papa pide misioneros y desecha a los "clérigos de despacho", está cuestionando el abuso de autoridad, la conformación de una casta de burócratas y prebendados que seca el carisma de la institución.
Cuando Francisco habla de la necesidad de equilibrio, está poniendo el acento en la reflexividad, un atributo indispensable para ejercer el buen liderazgo.
Convertido en un estadista, en su inspiración me recurre a un hombre que busca la verdad, mediante el discernimiento, tratando de ubicarse entre la justicia y los hechos, entre la doctrina y la historia. Sin condenar con el dogma, sin absolver livianamente. Una lectura del mundo liberadora y atormentadora a la vez. Algo sencillamente emocionante, verdadero.
Quisiera creer que la lección y la autocrítica de Francisco contribuyan a mejorar la calidad de los gobiernos. Acaso el día de hoy sea propicio para imaginar que nuestro Papa ayudará a reverdecer la confianza en el poder.
Es la hora, ésta, de provocar una nueva y estimulante primavera de liderazgos. Amén.
Muy buenooooo!!! Comparto expresamente el tema de los liderazgos y el quiebre en la confianza...En el foco de Puebla de Setiembre escribí como los finlandeses generaron un círculo de confianza en la educación en los últimos 40 años lo que los posicionó arriba de todo en esos parámetros.
ResponderEliminar