Por Ariel Torres
Recuerdo el 25 de mayo de 1989 en la Plaza de los dos Congresos.
Se inauguraba el último período de sesiones legislativas de la presidencia de
Raúl Alfonsín. En las elecciones del 14 de mayo había triunfado Carlos Menem
contra el candidato radical, Eduardo Angeloz, y debía asumir el 10 de
diciembre, pero la transición se adelantó y finalmente el riojano se instaló en
la Casa Rosada
el 8 de julio. Aquel 25 de mayo, cuando Alfonsín, el derrotado, llegaba para
pronunciar su último discurso ante la Legislatura nacional, la plaza estaba desierta.
Ni siquiera fueron los más fieles partidarios del hombre de Chascomús.
Allí, bajo la tenue llovizna del otoño porteño, un granadero, un
vendedor de banderitas y algunas personas más vieron llegar la limusina negra
que subió por la rampa. Sólo había silencio, ausencia.
Poco
menos de seis años antes todo había sido entusiasmo, esperanza, festejo.
Durante sus últimas jornadas en el poder, Alfonsín ya no pudo trazar grandes
planes, tuvo que gestionar lo cotidiano. Ya vivía en la historia más que en el
presente. Y vivir en la historia no es para todos. El último tramo de su
gobierno fue un páramo. Lo abandonaron los oportunistas, se disolvió la
parafernalia que acompañaba al poder.
Ricardo
Alfonsín volvió al llano, vivió con austeridad, retomó su vida política, tuvo
momentos buenos (cuando sufrió un accidente de auto, la sociedad demostró
cuánto lo quería) y momentos cuestionados (el pacto de Olivos, que firmó con
Menem). Finalmente, Alfonsín se murió y ahora será el tiempo, ese rostro
impenetrable que llamamos historia, quien dirá la palabra final, con la
ambigüedad que lo caracteriza, sobre el hombre, el político y su época.
Por
estos días, CFK, nuestra ilustre inquilina de Olivos, parece que no acepta este
futuro inevitable y se revuelve, incomodísima, contra él. Declaró una batalla
final, el 7-D, en la que involucró a todo el gobierno y a sus seguidores en un
hecho que no dependía ni de ella ni de los espacios que maneja. Tal como está
planteada en este momento, la reforma al régimen de la concesión y explotación
de los medios audiovisuales (ley de prensa) se ha judicializado, convirtiéndose
en un laberinto jurídico del que no se sabe su final.
Me
pregunto si en algún punto todo eso era inevitable: no tengo respuesta. Posiblemente
lo haya sido. En todo caso, el Gobierno pretendió lo imposible: transformar la
disputa técnico-legal en una epopeya popular. Convertir bizantinas discusiones
especializadas en una cruzada. Lo que debió ser una cirugía sobre los
privilegios de ciertos multimedios fue convertido por el Gobierno en una
batalla darwiniana por la supervivencia. El grupo Clarín se abroqueló en su
diario emblema. Pero las batallas a todo
o nada son peligrosas, porque si el adversario sobrevive, si no es eliminado de
entrada, se fortalece. Lo decían nuestros abuelos: lo que no mata, engorda.
El diario Clarín, como portaaviones del grupo, tendrá muchos defectos, pero no
se puede desconocer que además de ser un diario es ya un hábito porteño. Cada
día, en esa urna que es el quiosco, Clarín sobrevive airosamente, aun cuando,
como todos los diarios del mundo, vive en un momento de crisis en el que se
duda sobre la supervivencia del formato en sí.
Ponerle
a Clarín el sayo de demonio, mostró los estragos que produce el sectarismo. Quisieron
aplastarlo sin tener en cuenta aquel adagio de un viejo estratega como fue
Napoleón: "No se puede luchar bien
contra algo que no se conoce". En su búsqueda frenética de enemigos
con los que confrontar, eligieron un diario sin advertir que un diario no es
sólo su dueño ni sus gerentes, sino también sus lectores.
Probablemente
CFK que nadie soportaría la magnitud de las presiones que desató el Gobierno
contra los jueces que intervinieron en el asunto Clarín. La obsesión y el
desmesurado personalismo de la
Presidenta la conducen a veces al desvarío. Pretender
comparar a la Corte
Suprema que en 1930 convalidó un golpe de Estado, con esta
Corte que se limita a revisar la constitucionalidad de una ley, es como mínimo,
temerario. Si le negamos esta función al Poder Judicial, para qué permitimos su
existencia? Párrafo aparte para el lenguaje cloacal conque Abal Medina se
refirió a los jueces.
No
descubro nada si digo que el kirchnerismo es una construcción política
vertical, que depende de una jefatura personalizada y sin recambios. Por lo
tanto, le es indispensable la re-reeleción. Pero para conseguirla necesita
ganar las elecciones parlamentarias de 2013 por cifras muy amplias. No parece
ir por buen camino si un día se pelea con la clase media, al día siguiente con
los sindicatos, luego con los jubilados, a los que insulta llamándoles buitres
y caranchos, y, tras denigrar a los maestros, finalmente sataniza a los jueces
que integran un Poder Judicial que hasta ayer nomás era uno de los más
preciados floreros de este mismo gobierno.
Es
este el mismo oficialismo que vive contando sus virtudes. Nos harta con cadenas
nacionales y spots de dudoso gusto con lo que ha hecho bien: reivindicó los
derechos humanos, juzgó a los militares genocidas, otorgó la asignación por
hijo, desmanteló la indigna Corte Suprema anterior, en la que el presidente
Menem había colocado a incondicionales, entre ellos su propio socio en un estudio
jurídico. Néstor nombró a jueces prestigiosos e inmediatamente se vanaglorió de
esa Corte, decisión que todos los opositores le reconocimos siempre. Ahora resulta que porque esos juristas
probos no quieren seguir los pasos que personalmente les marca CFK, han pasado
de ser hombres y mujeres probos a ser destituyentes y alzados, poco menos que
forajidos.
Habrá
muchos jueces que se intimiden ante las presiones y consientan, pero otros no
lo hacen. Los jueces no viven en un invernadero, son seres de carne y hueso y
si por eso son débiles (o humanos) también escuchan las voces de la sociedad, y
no son inmunes al debate, aunque se desempeñen en un mundo, el del derecho,
altamente abstracto.
Este
gobierno quiso construir con la imagen de Thomas Griesa, un estereotipo de
juez: un anciano retrógrado y cruel, un punto sádico. Pero esa imagen
pesadillesca tenía una finalidad persecutoria. Estaba destinada a asustar a
jueces reales, que en muchos casos no tienen nada que ver con el provecto
magistrado del estado de Nueva York. El Gobierno terminó encerrado en sus
prejuicios sobre ese Frankenstein judicial que había creado. Los impresentables
jueces tucumanos que fallaron el caso de Marita Verón no fueron presentados
como lo que son, una excrecencia del feudalismo provinciano, columna vertebral
del kirchnerismo, sino como una representación genérica de la justicia argentina.
Nada
más alejado de la realidad.
Volviendo
al tema de la reforma a los espacios audiovisuales, convengamos que bien podría
haber sido acompañada por una mayoría social en la medida que la sociedad se
convenciera de que se la aplica con buena fe. Pero el Gobierno pretende golpear
con ella en el cuerpo de un solo
multimedios que -convenientemente- hoy es crítico del poder.
Y es en este punto donde se instala la
sospecha. En la Argentina ,
país tantas veces defraudado, la sospecha es como el aire que se respira. Esas
casualidades no pueden pasar inadvertidas.
Le
dejaron el camino llano a los perjudicados para que alegaran amenaza a la
libertad de expresión. Así, se entabla un diálogo de sordos. Es cierto que en la Argentina , con ciertos límites,
rige la libertad de expresión, pero no es algo de lo que este Gobierno pueda
jactarse. La libertad de expresión es un derecho que conquistamos todos los
argentinos, pagando muy caro por ello. Nadie puede proclamar que esa libertad
es una concesión graciosa, ni jactarse por ella. El Gobierno es esclavo de esa libertad, y su función como Estado es
preservarla, aunque beneficie a sus adversarios.
Lo
demás es astucia, esa módica virtud argentina en la que Néstor Kirchner tanto
se destacaba, al parecer sin dejar una descendencia a su altura.
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